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El Nilo de Hatshepsut


Hace 3505 años (en 1492 ac) la reina Hatshepsut de Egipto (la primera faraona de la historia) organizó una expedición al mítico reino de Punt ubicado en algún lugar no precisado del sur del continente africano. Esta odisea regresó con tesoros invalorables para la época: incienso y mirra (nunca terminaré de comprender la fascinación antigua con estos dos productos), oro, pieles de animales exóticos y animales vivos como monos y leopardos.

Hatshepsut hizo plantar árboles de mirra en los jardines de su templo de Deir el-Bahri en el famoso Valle de los Muertos, frente al actual Luxor. Aún hoy día se aprecian los restos de estos famosos jardines sumergidos en las calcinantes arenas de este inhóspito lugar dónde obreros nativos ataviados con sus tradicionales chilabas y turbantes profanan sin sudar las moradas eternas en busca de nuevas sorpresas del pasado. Es este el escenario dónde hace noventa años se descubrió el dorado sarcófago del rey Tutankamón.

Uno de los registros gráficos que más llama la atención en el templo de la reina es un bajorelieve que muestra una grotesca figura femenina: debe ser la primera crónica de un caso de obesidad. La cómica y deforme silueta muestra miembros que le cuelgan carnes por todo lado. Es la reina de Punt, tal como la describieron los enviados de Hatshepsut.

El seco y abrasador calor del desierto hace que el rostro de Augusto se torne rojo como un tomate. “Papi, tengo mucha sed..” Presurosos regresamos a bordo del “Akhenaton” el pequeño barco que nos traslada en el Nilo. La tripulación nos recibe con un peculiar “refresco”: un pequeño vaso de limonada caliente salada. Nos explican que es la bebida mas adecuada para reponer los electrolitos perdidos. Yo hubiera dado mi alma por un Gatorade helado en su lugar, pero pronto descubrimos que la cultura del frío es ajena no sólo a la cultura egipcia, sino en general al mundo árabe.

Afuera, el eterno Nilo exhala vapores letárgicos y las primitivas aldeas de las vegas aledañas exhalan lastimosos y periódicos cantos hacia Alá. Abajo en el rio, los buhoneros fluviales desde sus tradicionales falucas lanzan a los turistas del crucero sus mercancías en bolsas de plástico. Se establece entre ambos bandos una guerra de suvenires que suben y bajan. Si no tienes el tino de devolver una bolsa con prontitud, los agresivos marchantes se la ingeniaran para cobrarte inmediatamente, so pena de un torturante acoso por el resto de la jornada.

El desespero desde la insolada cubierta por alguna cervecita fría o una universal Coca Cola con hielo no parece ser compartida por el resto de los huéspedes del “Akhenatón”, la gran mayoría europeos. Le ruego a uno de los tripulantes (todos son hombres, a ninguna mujer le está permitido trabajar al lado de una figura masculina) que me consiga algo que no sea el bendito té caliente de yerbabuena. Me trae una clandestina cerveza egipcia, tibia como el reflejo del anaranjado disco solar que ya se posa sobre las soporíferas aguas.

Estamos próximos a la Isla Elefantina, escenario del asesinato de Linett Ridgeway, en la novela Muerte en el Nilo de Agatha Christie. “Quel pays sauvage” exclama en la obra Hercule Poirot, el famoso detective francés, al observar las poblaciones alrededor. En realidad, la pobreza impresiona. Pero mas impresionan las discriminaciones que una sociedad religiosa impone en el trato entre ambos sexos, en la cual la mujer debe tragarse bajo su burqa, sin saberlo, todas las amarguras de una colectividad signada por el machismo extremo.

Ibrahim nos muestra en su celular la foto de su prometida. Parece muy linda, pero solo se le ven los ojos. El velo cubre el resto de sus facciones. Ibrahim quiere casarse, como la mayor parte de los jóvenes egipcios; es la única manera lícita y segura de quebrar su incómoda virginidad y no tiene tapujos en admitirlo. Pero Ibrahim, a pesar de sus respetables ingresos como guía bilingüe (las propinas de los turistas son generosas) no ha podido completar para pagar la dote que exige la familia de su prometida. Es el drama de muchos.

Ibrahim tiene sangre Nubia. Su piel es mas oscura que un egipcio del norte. Los nubios tienen su propio idioma. Nuestro barco atraca en Asuán. Hacia el sur, después de la presa, las arenas del desierto cambian de país. Estamos en la frontera con Sudán, en pleno territorio Nubio . Le digo a Ibrahim que me gustaría conocer a su gente en su verdadero entorno. Al dia siguiente nos esperan cuatro camellos que con suerte y si logramos dominar el equilibrio que supone mantenernos en la punta de una joroba, nos conducirán por las arenas del Sahara hasta una aldea Nubia, ubicada a unos pocos kilómetros de nuestro punto de desembarque.

El calor del desierto comienza a sentirse de nuevo y el sudor de mi camello se convierte en una desagradable baba con el olor y la consistencia de un suero de leche larense. Al llegar a destino, el sucio dromedario inclina sus patas delanteras en una sorpresiva maniobra que puede hacer volar por los aires a un jinete desprevenido.

Los colores de la aldea son impresionantes. Las arenosas calles están impregnadas por los olores y colores de cientos de especies que los vendedores ambulantes ofrecen en cuencos al aire libre. Nos reciben, para variar, con un té caliente de yerbabuena. En uno de los ventorrillos, un aldeano ofrece tatuajes de Hanna. Sofia se estampa su nombre en nubio en el brazo. Carolina quiere imitarla pero es interrumpida por un alarmado Ibrahim: “Ninguna mujer respetable tatuaría su nombre en su cuerpo. Si lo haces corres el riesgo cierto de ser raptada por cualquier hombre en el camino de regreso; te perderíamos en la vastedad del desierto

De regreso en El Cairo, el Nilo semeja a una enorme serpiente, visto desde el piso veintidós del cosmopolita Ramsés Hilton. Hacia atrás, los sucios techos de la ciudad prolongan los colores del desierto. Nos disponemos a visitar por segunda vez Khan el-Khalili, el impresionante mercado de artesanías y antigüedades abierto hace mas de ochocientos años, ubicado en el centro de la capital egipcia. Alli habíamos conocido a Ahmed en su tienda de lámparas de Aladino. Nos llamó la atención por vestir una franela roja de PDVSA. Ha vivido en Venezuela y es admirador de Chavez, como la mayoría de los egipcios con quienes interactuamos. “Los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos” afirma, en referencia al conflicto árabe israelí.

Es nuestra última tarde en la tierra de los faraones. Nuestro desespero por una bebida fría nos hace incursionar en un Mc Donalds, ubicado frente a nuestro hotel. Vemos a una mujer que acaba de servirse una Coca Cola, al imitarla descubrimos con decepción que es apenas tibia y que no existe dispensador de hielo. La mujer viste una Burqa negra que por supuesto, le cubre la boca. Me pregunto cómo hará para tomársela y espero hasta ver cómo se introduce el recipiente dentro de su incómodo atuendo; todo el conjunto simula una larga barba.

La reina Hatshepsut acude de nuevo a mi mente: ella también usaba una barba postiza como señal de masculina autoridad. Pero era mas bien un símbolo de dignidad. La grandiosidad de su tiempo quedó congelada en los interminables monumentos que nuestros ojos registraron durante toda esa semana inverosímil.

La mujer que toma Coca Cola bajo su burqa me produce tristeza. Afuera esta tristeza es amplificada por los melancólicos rezos que los altoparlantes de las mezquitas lanzan hacia Alá como parte de su compromiso con una cultura que ante nuestros ojos, antepone la rigidez de sus creencias sobrenaturales a la dignidad del hombre.

A decir verdad, aunque en mi mente sólo hay imágenes excitantes, me siento algo impaciente por tomar al dia siguiente el avión que nos permitirá escapar de los sopores del medioevo. Lo primero que le pediré a la azafata de Alitalia al salir del espacio aéreo egipcio será una cerveza bien fría.





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