El texto anexo corresponde a la primera parte de un cuento largo o una novela corta (en este momento es una incógnita) que me he animado a escribir tratando de plasmar algunas vivencias o anécdotas del pasado. No tengo la mínima idea si esta idea progresará, pues no quiero involucrarme en una tarea laberíntica. Creo que me he atrevido a colgarlo en este sitio como para darme ánimos y obligarme a progresar. Aunque este primer capítulo insinuara otra cosa, no pretende ser un relato sobre el llano venezolano, sino mas bien de la idiosincrasia llanera y su relación con el mundo exterior. Si cualquier lector desprevenido osa leerlo, sus comentarios son altamente bienvenidos.
Capítulo I, El Festín
Marcial
sabía que el canto de las chicharras era presagio de lluvia. Sobre la corteza
del samán que protegía el patio del sol llanero, él las distinguía a pesar de
su perfecto camuflaje. Era divertido atraparlas con el cuenco de su mano y
sentir la vibración de sus membranas quitinosas. Agazapadas por el calor del
mediodía, las gallinas guineo apenas picoteaban los restos de los jobos maduros
que los cochinos habían dejado antes de la siesta vespertina confiriéndole al
entorno una rancia pero dulce fetidez.
Marcial le
había perdido el miedo al llano seco que rodeaba su rancho de bahareque. Al
principio, cuando era niño, el hedor de los cadáveres de los animales
consumidos por la sequía le despertaba el instintivo e incomprensible temor a
la muerte. El barro endurecido atrapaba y consumía a las babas más débiles
haciendo de sus caparazones momias espectrales que perturbaban sus noches
infantiles.
Pero la
muerte era un personaje cotidiano en las sabanas del Capanaparo. Por eso el
coro de chicharras era como el anuncio de una renovación cosmogónica. Su mundo
se transformaría en poco tiempo en un océano inacabable de azules y verdes que
suplantarían a los ocres y negros del verano calcinante.
Marcial
sabía que en solo unas semanas, debía sustituir a su yegua Relancina por la
canoa familiar para trasladarse a La Milagrosa, tal como lo venía haciendo
desde hace dos años, cuando tuvo la edad suficiente para convertirse en peón.
-¿Qué pasó
con el agua, muchacho!?- Marcial dejó volar la chicharra siguiéndola con la
vista hasta que un rayo del sol entre las hojas iluminó su realidad. Tomó el
sucio balde de plástico y lo colocó bajo el surtidor de la antigua bomba
manual, mientras sus dos raquíticos brazos hacían traquetear la pesada palanca
y la boca comenzó a escupir el agua turbia al ritmo de las oscilaciones. El
aljibe había sido construido por su abuelo Marcial, dicen que en tiempos de
Guzmán Blanco aunque allí todo el mundo exageraba con eso de las fechas y las
edades de los hombres, pues la interpretación del tiempo en el llano era tan
laxa como la vastedad del horizonte.
Mientras
tanto en La Milagrosa el resto de la peonada había sido reunida por Aquiles, el
capataz, a pesar de ser domingo. Él mismo había encontrado de nuevo una res
recién desollada detrás del médano colorado, cuando una nube de zamuros delató
el reciente sacrificio. Esas familias de indios vagabundos lo habían hecho otra
vez.
La
reputación de los Cuiba como cuatreros carroñeros era un fenómeno atávico. Para
los criollos del Meta, el Capanaparo y el Sinaruco, estos diezmados nómadas
eran menos que animales. Así se los habían hecho ver sus ancestros desde
tiempos coloniales.
Los llaneros
estaban acostumbrado a la presencia de estos grupos humanos que aparecían y
desaparecían como las ánimas de la sabana. Muchas veces se distinguían a lo
lejos por el contraste de sus pieles oscuras con las blancas arenas de los
médanos, cuando escarbaban en búsqueda del azabache o de huevos de tortuga. A
veces, se aproximaban temerosos a las casas de los hatos tratando de vender las
figuritas talladas de esas negras piedras de carbón fosilizado. Para todos era
curioso apreciar que entre los minúsculos galápagos, cruces y búhos que los
Cuiba tallaban, resaltaban las figuras de elefantes, animal que no habían visto
ni en sus más intensos delirios
.
El génesis
de los Cuiba es totalmente escatológico. Al principio de los tiempos, Namón, un
ser que se creó a si mismo, expulsó a los demás hombres de su ano para que
deambularan libres por el mundo. Quizás ese miserable origen los acompañaría en
sus reconocidas fechorías en contra de las propiedades de los criollos. Además,
el fin de la estación seca anunciaba la presencia de las nubes que no eran más
que instrumentos del maléfico Domer, el espíritu de las enfermedades quien a
través de la lluvia, las esparcían sobre los hombres. Esto hacía perentoria la
recolección de alimentos que fortalecieran los minados cuerpos ante la
arremetida de los perniciosos efluvios del invierno. La matanza de ganado
cachilapo era una forma normal de subsistencia.
Quizás por
eso el verbo “cuibear” era común entre los criollos de esos medanales del sur
de Apure. El cuibear o cazar Cuiba era una faena parecida a la de “cachilapear”
o cazar a lazo el ganado que se escapaba de los límites de las haciendas.
Aunque a Marcial le encantaba cachilapear, le parecía que atrapar indios era
una labor atroz, aunque necesaria.
Ese lunes su
madre lo levantó mucho antes de que el sol saliera, con el aroma de un café
cerrero mientras que los tautacos rompían el silencio de la madrugada desde las
copas de los árboles. Marcial sabía que una vez en La Milagrosa un copioso
desayuno a base de sopa de res y casabe lo compensaría hacia golpe de nueve.
Era en ese momento que toda la peonada se reuniría a oír las instrucciones del
fornido Aquiles.
-Los Cuiba
que atrapamos hace tres semanas como que no quieren aprender. Ya son tres los
mautes muertos en menos de dos meses- Expresó mientras un escupitajo de negro
chimó salía por la hendidura de uno de sus colmillos ausentes.
Aquiles
tenía la costumbre de entornar la mirada cuando se sabía sobrepasado por algún
inconveniente. Su bigote chorreado no lograba esconder el rictus de su boca,
normalmente dicharachera. Había nacido en Barinas, donde a punto de graduarse
de bachiller, decidió abandonar todo por el amor de Amira la enigmática hija de
uno de los árabes de Elorza. Pero Amira tenía su prometido en Siria desde el
momento en que vio los primeros rayos de luz, por lo que ese amor prohibido se
convirtió en un infierno.
-Esta vez
tendremos que cambiar de estrategia- dijo mientras se detuvo a pensar si la
palabra estrategia era comprensible por el resto de su audiencia a quien
consideraba muy inferior a él, intelectualmente.
-Tenemos que
convencer a esos coño e su madre de que no somos sus enemigos, de que estamos
dispuestos a colaborar con sus familias siempre que ellos estén dispuestos a
dejar tranquilo nuestro ganado- Explicó al mismo tiempo que observaba los
rostros de asombro de la mayor parte de los braceros. En ese momento Sebastián,
el segundo a bordo, un indio ladino y resabido, tomó la palabra:
- Vamos a
organizar una ternera de reconciliación con esos desgraciados y obligarlos a tomar otro camino. Será el jueves
de la próxima semana, antes de la recogida de los mautes. Mi compae Cristancho
irá con Marcial a invitar a las tres familias que están ahora en la Laguna del
Medio. Si no están todos allí, me los buscan hasta que le den el recado. Vamos
a invitar a Venancio pa que toque la bandola. Yo iré con Aquiles a Elorza a comprar
cervezas y a traerme las sillas de montar que dejamos reparando. Todos los Cuiba
deberán estar aquí el jueves antes de las once, incluyendo mujeres y niños-
Marcial se
alegró con las palabras de Sebastián, a pesar de que no era santo de su
devoción. Ya era hora de terminar con las crueles prácticas de cazar indios a
lazo y caerles a palo. Total, eso no los había hecho menos rateros.
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Al día
siguiente Marcial llegó decidido a cumplir con la misión. En compañía de
Cristancho, quien dominaba algunos vocablos de la lengua cuiba, debían
dirigirse hacia los lados de la Laguna del Medio y localizar a los convidados.
Al abandonar la gran mata de mangos que arropaba la casa principal de La
Milagrosa pudo apreciar una monumental nube negra que cubrió el panorama
mientras una bandada de corocoras teñía de sangre con su vuelo el oscuro telón.
Pronto el cielo se caería a pedazos, convirtiendo en un solo espejo el
horizonte. Aunque estaba acostumbrado a la espectacularidad de la llanura, el
portentoso espectáculo de las blancas dunas flotando sobre la negra laguna lo
convenció que no podía existir en todo el orbe un espacio como este. Y se
sintió afortunado.
Era esa la
época en que las charcas se encogían haciendo hervir sus lodosas aguas con la
concentración de caribes y corronchos tratando de sobrevivir a la estrechez de
acuíferos. Era entonces cuando gabanes y garzas morenas disputaban el festín
con las chusmitas y los yaguazos, mientras las babas y galápagos contemplaban
impasibles el incesante picoteo de las aves sobre las presas del charco. De vez
en cuando las anacondas decidían abandonar los invivibles humedales buscando la
protección de las sombras de la sabana, sorprendiendo con sus majestuosas
dimensiones a los jinetes del hato.
Las tres
familias de indios no se divisaban por ningún lado. Cristancho comentó haber
visto recientemente en los alrededores un pequeño y nuevo grupo de indígenas
Yaruro, la etnia más numerosa de la región. Los Cuiba están convencidos de que
los Yaruro portan consigo alguna forma de brujería con la cual hacerles daño,
por lo que huyen constantemente de ellos. Fue por eso que Cristancho recomendó
buscar en la dirección contraria. Al cabo de una hora de errante cabalgata, un
improvisado techo de palma cercano al morichal delató la presencia humana. Una
bronceada jovencita de no mas de quince años amamantaba su recién nacido,
mientras en un cercano fogón, una cacerola ennegrecida
cocía algunas raíces de
yuca.
-Dónde está
Perico?. Preguntó Cristancho en cuiba, aludiendo al capitán de grupo. La
realidad es que la mayoría de los integrantes se habían escondido en el
morichal ante la presencia de los dos criollos, temiendo más represalias.
Cristancho
les había traído unas latas de sardinas en señal de buena voluntad. Al entregar
el obsequio a la muchacha, le explicó con profusión sobre la invitación de
Aquiles, el capataz, en nombre de Don Evaristo Arvelo, el propietario de La
Milagrosa. Quedaron en volver a encontrar el grupo de nuevo al dia siguiente
para ultimar detalles.
Mientras, en
el hato, Aquiles y el indio Sebastián preparaban el viaje a Elorza para la
próxima madrugada. A Aquiles la sensación de mariposas revoloteando en sus
entrañas se hacía más intensa cuando pensaba en la posibilidad de ver a Amira y
sus ojos de parapara que tantos desvelos habían infringido a sus noches. El
viejo Jeep Willis había sido equipado para salvar los sesenta y cinco
kilómetros de trochas de arena fina que aún separaban al hato de la población
de Elorza. Pronto esos caminos espontáneos serían borrados por las aguas
incontrolables del inminente invierno apureño.
Hacia las
cuatro de la mañana ya el Jeep había franqueado el último "falso" que
separaba La Milagrosa del hato de los Figueredo y se enrumbaba hacia el oeste
bajo un cielo encapotado y silencioso. Una hora mas tarde, a unos quince
kilómetros de su destino, un esplendor rojizo comenzó a despertar a los
alcaravanes quienes se atravesaban con su escandaloso "tero tero" en
el camino. De pronto, una inusual procesión les hizo aminorar la marcha,
mientras gruesas gotas de lluvia amenazaban el esplendor del amanecer. Dos
hombres descalzos sostenían entre sus hombros un grueso palo del cual colgaba
una hamaca con lo que a todas luces parecía un ser humano. Mientras la lluvia
arreciaba, una mujer de edad indefinida agitaba los brazos en señal de auxilio.
Aquiles se detuvo para oír la explicación del extraño cortejo. Dentro de la
hamaca, una mujer a punto de dar a luz, profería gritos de dolor, mientras el
resto del grupo imploraba por una "colita" hasta la medicatura rural
de Elorza. La parturienta fue sentada por los hombres en el asiento del
copiloto, mientras el resto del grupo se acomodó como pudo en la parte
posterior del vehículo. Una cortina de agua cerraba el horizonte mientras los
alaridos de la mujer hicieron que Aquiles maniobrara el Jeep con mayor premura,
pero los baches del camino aceleraron lo inevitable. Después de un ahogado
aullido, Aquiles oyó un "plop!" Y acto seguido vió como la babosa y
oscura placenta de la mujer caía en el piso de metal. Frenó en seco, mientras
Sebastian y la otra mujer corrían empapados a sostener a la criatura que ya
pendía llorando del cordón umbilical, mientras la madre hiperventilaba en señal
de alivio.
-Esto nos
convierte en compadres, dijo uno de los hombres, mientras minutos más tarde
cargaban a la parturienta todavía unida por el cordón a su criatura, a las
puertas del pequeño hospital de Eloza, mientras una nerviosa enfermera en
pijamas trataba de socorrer al cortejo. El agua caía a torrentes desde un cielo
cerrado pero ya plenamente iluminado por la mañana.
Aquiles
decidió olvidar el insólito episodio con un pisillo de chiguire que desayunó en
compañía de Sebastián en casa de Doña Rosa, una pariente de éste quien siempre
los recibía con la providencial cordialidad llanera. Al terminar, Sebastián fue
a cargar las cervezas mientras Aquiles compraba cartuchos para las carabinas de
la hacienda en la tienda general del Gordito.
Mientras, en
los predios del hato, Cristancho y Marcial continuaban con las negociaciones
ante las familias cuiba, tratando de ganarse su confianza ante el inminente
banquete. Ya la ternera a sacrificar había sido seleccionada y los largos
mesones habían sido dispuestos bajo la enorme manguera que servía de techumbre
adicional a la casa de la hacienda. Marcial había explicado a Perico que la
intención de todos en la Milagrosa era hacer borrón y cuenta nueva. Querían
abrir una nueva etapa en las relaciones basada en el respeto mutuo, para la
cual se había decidido destinar colaboraciones periódicas en alimentos,
especialmente para los niños. Todo el plan sería explicado el viernes por
Aquiles. Por ello era importante que todos asistieran.
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Hacia la
diez y media del acordado jueves, el seco bramido del maute apuñaleado por la
nuca anunció el inicio del esperado evento. Una vez caído el animal en medio
del charco de su propia sangre, el peón lo abrió por la panza mientras las
entrañas acusaban todavía los latidos de la recién interrumpida circulación.
Con la mano sacó las tripas y el resto de las vísceras que más tarde serían
también aprovechadas por el resto de la peonada. Una vez desollada la res, el
cuero sería estirado mediante estacas clavadas en el piso, mientras un enjambre
de moscas hacía festín con las hilachas de carne todavía adheridas. Lo primero
que ensartaron en la vara fue el costillal. Luego la cecina, mientras el bofe
era apartado junto al resto de las entrañas. Las mejores piezas como el solomo
y la punta de trasero fueron reservadas para la cocina del hato.
Aquiles
recibió a sus invitados hacia las once con una inusual sonrisa. Desde el fondo
el sonido de la afinación de un arpa presagiaba que el convite iba con todos
los hierros. Los perros de la casa ladraban en el fondo, pues habían sido
amarrados en señal de precaución y respeto.
Entre el
grupo de Cuiba había dos ancianas de rostros cuarteados por los años que
vestían harapos de colores indefinibles y collares de peonías. Unos cinco
niños, totalmente desnudos y de rostros curtidos por la mugre, observaban
asombrados las instalaciones de la hacienda. Algunos de los varones, con
taparrabos improvisados y franelillas raídas, portaban en sus manos enormes
arcos de fibrosa madera y flechas de caña brava. La mayoría de las mujeres
habían protegido sus torsos para la ocasión con franelas blancas que habían
provenido de la recientemente finalizada campaña electoral, pues el logotipo de
Acción Democrática era claramente visible a pesar del desgaste. Todo el grupo
exhalaba un tufillo inconfundible a humo y sudor cuyo rechazo por parte de los
peones era manifestado con visibles muecas.
Una vez dispuestos
en los desnudos mesones, la cerveza empezó a correr a borbotones. La inicial
timidez de los convidados se fue tornando en risas estruendosas. Al llegar
Venancio y su bandola, acompañado del arpa que tocaba otro de sus músicos, la
fiesta llanera mostró todo su colorido.
Un 19 de marzo (bis)
Para un baile me invitaron
A la población de Elorza (bis)
A sus fiestas patronales
Sus muchachas tan bonitas
Con su belleza adornaban
Y bajo el cielo llanero
Por las calles se paseaban
Con sonrisas de alegría
Y perfumes de sábanas
Y al despuntar la mañana
Con aires de una parrando
Cantándole a sus muchachas
En Elorza me encontraba
Y entre palos de aguardiente
La vida feliz pasaba
Para un baile me invitaron
A la población de Elorza (bis)
A sus fiestas patronales
Sus muchachas tan bonitas
Con su belleza adornaban
Y bajo el cielo llanero
Por las calles se paseaban
Con sonrisas de alegría
Y perfumes de sábanas
Y al despuntar la mañana
Con aires de una parrando
Cantándole a sus muchachas
En Elorza me encontraba
Y entre palos de aguardiente
La vida feliz pasaba
La fogata
con las brasas encendidas comenzaba a dorar la carne en vara confiriéndole al
ambiente un irresistible olor que desesperaba los sentidos de los hambrientos indígenas.
Algunos niños pequeños lloraban mientras sus raquíticas madres trataban de
amamantarlos con sus pechos enjutos.
Hacia las
tres de la tarde y después de que varias cajas de cerveza habían sido
consumidas, algunos peones comenzaron a repartir yuca hervida por lo mesones.
No se habían dispuesto ninguna clase de cubiertos o platos. Paso seguido,
comenzaron a servir algunas costillas que los Cuiba devoraban arrancando la
magra carne de los huesos con enorme avidez.
Fue entonces
cuando Aquiles, interrumpiendo la música, propuso un brindis por la paz y la
convivencia. Muy pocos indígenas entendieron su discurso, pues ya para ese
momento la borrachera de hombres y mujeres gobernaba el ambiente.
Marcial y
Cristancho, ubicados en otra mesa con algunos jornaleros observaban divertidos
el espectáculo aunque comentaban la notoria ausencia de Sebastián, el indio
ladino responsable de toda la organización.
El cielo
comenzó a encapotarse nuevamente y unos relámpagos en el horizonte hacían
resplandecer la tarde que de pronto se había ennegrecido. Los truenos
anunciaban la inminencia de un aguacero. Fue entonces cuando desde los cuatro
costados del banquete se escuchó el estruendo de los fogonazos. Los primeros
indios varones comenzaron a caer. Los gritos de las mujeres se confundieron con
una nueva y más espesa andada de disparos que esta vez parecían provenir de
todos lados. Marcial y Cristancho salieron corriendo sin comprender aquel
inesperado aquelarre de aullidos y sangre. Una nueva ráfaga de carabina
apuntaba ahora a las criaturas. Todo era confusión y muerte. Los estertores de
los heridos eran detenidos con disparos adicionales.
La orden de
Sebastían de que no quedara un solo Cuiba con vida, había sido cumplida.
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