Lamento defraudar a quienes hubieran llegado a estas líneas
pensando que pudiese tratarse de algún ensayo sobre la novela homónima del
mexicano Juan Rulfo. Nuestro Pedro Páramo es venezolano y habita en la soledad
de la ladera oeste del Pico Bolívar. Pedro es nieto de Domingo Peña, guía de
montaña y primer ser humano en llegar a la cumbre del Bolívar.
Para comprender porque Pedro ha hecho impacto en nuestros
corazones, habría necesidad de narrar cómo lo conocimos.
Habíamos decidido pasar la navidad del 2014 en algún lugar
cerca del cielo y la montaña que apuntala la máxima altura de Venezuela alberga
en su flanco Este a un pueblito que siempre había ansiado conocer: Los Nevados.
Desde niño, cada vez que teníamos la oportunidad de tomar el
teleférico de Mérida, al llegar a la tercera estación, nos llamaba la atención
una recua de mulas que normalmente esperaba a campesinos que se bajaban en ese
sitio y continuaban su travesía cargados de mercancías hacía algún lugar
montaña adentro. Era una estampa maravillosa que se asemejaba a esas pinturas
que intentaban reproducir a los andinos de antaño: seres con ruanas de colores
y sombreros de paja que arriaban sus animales en un paisaje de montaña rodeado
de frailejones y picos nevados. Eran los nevaderos que, apertrechados,
continuarían su travesía detrás de la ladera hacia una de las comunidades de
montaña más aisladas de Venezuela.
Fue así que en víspera de Navidad, contratamos un guía que
nos llevaría, en primer lugar y en un vehículo 4x4 a atravesar uno de los
caminos más terroríficos que el hombre haya podido construir en el planeta y
que ahora, a falta de teleférico, conduce a nevaderos y turistas adictos a la
adrenalina, desde Mérida hasta el hermoso pueblo de Los Nevados en una travesía
de cuatro horas bordeando barrancos indescriptibles.
Los Nevados es un pueblo de hermosas casas color nieve y
techos rojos, dónde el silencio de la montaña solo es interrumpido por la
gélida brisa que te obliga a buscar el calor de los fogones de leña de las
típicas cocinas de arcilla. Tiene ahora una estación de radio donde sus 150
habitantes comparten las angustias y alegrías de su especial soledad. El Quinó,
a dieciséis horas en mula es la próxima aldea, al otro lado de la montaña pero
hacia el piedemonte barinés.
Pero nuestra intención no era llegar hasta allí, sino
reproducir el legendario trayecto en mula de los nevaderos hasta la estación de
teleférico de Loma Redonda, que para ese momento estaba siendo refaccionada.
“Esta es mi casita y
la quiero así. Se le agradece no exigir. Mientras yo viva será así. Si nos les
gusta no vengan”. Dice un letrero a la entrada de la casa de bahareque de
Pedro, dejando muy en claro su ermitaña naturaleza. Yo no hubiera imaginado,
antes de emprender nuestra aventura, que este sería el lugar dónde pasaríamos
la noche de navidad.
Pero Pedro recibiría nuestra recua de mulas que venía de Los
Nevados, en el Alto La Cruz, a 4300 metros de altura. Habíamos viajado unas
cuatro horas y media en el lomo de estos cuadrúpedos, que, obviamente habían
hecho este camino toda su vida y trepaban los riscos de los escarpados páramos
con pasmosa habilidad. Con la excepción de mi mula, Chocolate, quien luego de
extraviarse brevemente, trató de saltar una pequeña cerca de piedra derribando
mi humanidad; mi costilla derecha impactaría un peñasco. Sus consecuencias
serían evidentes mas tarde durante nuestro descenso, aunque nada que no pudiera
ser solventado progresivamente a base de ibuprofeno…
Domingo, el abuelo de Pedro había nacido en Los Nevados en
1890. Varios intentos frustrados se hicieron en las primeras décadas del siglo
XX para conquistar la cima del Bolívar hasta que Peña y otro merideño, Enrique
Burgoin, partiendo del hoy desaparecido Glacial de Timoncitos, lograron coronar
la cumbre, el 5 de enero de 1935. Domingo vivió la mayor parte de su vida en la
casa que hoy ocupa su nieto, cercana a la estación de La Aguada.
Las mulas se despidieron en el Alto La Cruz. De allí en
adelante debíamos caminar. Nos encontrábamos al lado del Pico Espejo y al
avanzar unos metros, el Pico Bolívar se nos mostró poderoso aunque poco
generoso en nieve, producto del verano y el fuerte sol que irradiaba ese
mediodía merideño. Nos esperaba cuatro horas mas de descenso hasta la casita de
Pedro, el ermitaño.
“Mi nombre es Pedro,
no soy señor. Señor es el que está en los cielos”, rezaba otro de sus retablos
en la entrada. En cierto punto del camino, una señalización de madera de
Inparques muestra dos flechas: “Estación La
Aguada” a la izquierda y “Casa de
Pedro” a la derecha. La relativa cercanía de esta estación (en remodelación
desde hace seis años) explica la presencia de energía eléctrica en la casa de
adobe que cuenta con mas de cien años de construida. A pesar de su hermetismo,
ha convenido compartir su hábitat con los exploradores perdidos, nevaderos rezagados
y turistas eventuales
Pedro no
conoció a su abuelo Domingo. Pero de él heredó su pasión por la montaña y la
soledad. “En el pasado tenía dos amores:
una mujer y esta casa, hasta que ella me pidió escoger. Yo me quedé con la casa”.
Cuesta imaginar que un ser humano pueda sobrevivir en ese gélido paraje sin
bienes de consumo, pero Pedro dice ser feliz así. “A veces he pasado hasta un mes comiendo solo avena con agua de panela”.
Su adaptación al frío es impresionante. Nunca se ha bañado con agua caliente.
Recientemente construyó un rústico baño con ducha. “Cuando vienen sifrinos que le temen al agua fría, yo les cierro la
llave del baño. Al protestar porque no sale agua yo les digo que se metan de
nuevo y en ese momento les abro todo el chorro, inmediatamente se oye el grito
que pegan”, relata con su característico ácido humor.
La noche de
Navidad resultó más divertida de lo que el frío y la soledad habían
pronosticado. Otra extraña familia caraqueña que ya conocía a Pedro y su
soledad, se había puesto de acuerdo con él para pasar allí su Nochebuena. Así,
después de una suculenta cena a la leña, salieron algunas botellas de vino de
mora y un cuatro. De este modo, todos nos convertimos en cantantes de aguinaldos,
no sin antes preguntarle a Pedro si podíamos hacerlo. “Habría que preguntarle a los vecinos, si el canto les molesta”, nos
respondió muerto de la risa.
El día
siguiente sería el del descenso final hasta la población de Mucunután. Después
de agradecer a Pedro su acogida, el tortuoso camino comenzó a cobrarnos el
agotamiento físico y los golpes del trayecto. “He visto a mujeres y hombres
llorando a mitad de esta trocha porque no pueden dar un paso más” nos dice,
Danny, nuestro guía.
Sin embargo,
las dificultades del descenso parecen mínimas si nos retraemos a la dura vida
de Pedro Peña, el ermitaño venezolano quien mas arriba y siguiendo la herencia
de su abuelo, ha preferido para siempre las agujas penetrantes de las ventiscas
parameras y el aislamiento de la inmensa montaña, a las aparentes mieles de la
vida en familia y el confort de la modernidad, demostrando una vez más que la
felicidad es un misterioso conjuro que se acomoda al tamaño y singularidad de
la mochila que cada uno de nosotros lleva a cuestas.
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