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No importa de qué color sea el gato...


Recientemente leí en alguna publicación un dato insólito: la China de Mao, durante la revolución cultural, llegó a tener una sola representación diplomática en el exterior, la de Egipto. Verdadero o no, el tremendo aislamiento que llegó a experimentar China fue un hecho característico hasta el surgimiento de una figura que, a mi juicio, el mundo no ha reconocido en toda su dimensión. La de un pequeño anciano llamado Den Xiao Ping.


Cuando en tiempos de Jimmy Carter, Den Xiao Ping es convencido de visitar los Estados Unidos, las cámaras de televisión pudieron registrar para la posteridad, una delegación china disfrutando un concierto de Rock o vestida con trajes vaqueros en un típico rodeo del Oeste. La capacidad de seducción de los norteamericanos se tradujo a los meses en un pequeño experimento comercial que el mismo Den Xiao Ping propuso, sin sospechar que este paso desataría las fuerzas de transformación de un gigante dormido por años de dogmatismo político. El nuevo líder chino decidió cercar unos arrozales al sur de la provincia de Guandong, cerca de Hong Kong, aislar el lugar del resto de la burocracia china y permitir que en esa campana, los industriales norteamericanos invirtieran en infraestructura industrial. Los chinos pondrían la mano de obra y flexibilidad burocrática. “No importa de qué color sea el gato, siempre que cace ratones” –decía el pragmático Den Xiao Ping. Nacía así la primera Zona Económica Especial que posteriormente se reproduciría como hongos por todo la costa este de China, disparando el tremendo desarrollo del que ahora somos testigo. A partir de los 80, Shenzhen, la nueva ciudad surgida entre los arrozales creció a ratas de 20, 30 y 40% anual en su Ingreso per Cápita. Nadie podía creer lo que allí sucedía.

Unos treinta años después del inicio del experimento y por razones puramente comerciales me dispongo a ingresar a la ciudad de los arrozales, después de haber adquirido, unos 40 minutos antes en Tsin Sha Tsui (Hong Kong), un boleto de tren que me permitiría adentrarme por primera vez, en territorio chino continental. Mi corazón palpita cuando los retratos de Mao comienzan a aparecer en la estación fronteriza con Hong Kong (quien conserva una indudable autonomía política) luego que los oficiales chinos me hacen llenar una declaración en la que me comprometo a no tener fiebre porcina. Me toman la temperatura, me sellan el pasaporte sin preguntar nada y zuas!, me veo en una ruidosa calle con un frio endemoniado que no estaba en el programa. La cara de Mao me persigue en los billetes y monedas. Casi me dejo tentar por un taxi que ofrece llevarme al hotel, pero decido seguir aventurándome al divisar el Metro. No hay una sola escritura en "cristiano", a diferencia de Hong Kong, pero afortunadamente en el planito que había impreso de Google, hay caracteres chinos que me permiten reconocer una estación cerca del hotel. Después de luchar con la maquina dispensadora que se niega a hablar en cristiano, obtengo el "Token" para montarme en el impecable metro y quince estaciones más tarde al salir, diviso, casi al frente, el nada chino Crowne Plaza Shenzhen, albergue por los próximos dias.

El paisaje urbano de esta insólita ciudad tiene elementos que un terrícola común no reconocería. Hay enormes centros comerciales cuyas tiendas exhiben preponderantemente unos extraños rollos de diversos colores y tamaños. Sólo los mortales con algún conocimiento de electrónica pueden darse cuenta que son componentes empacados en tiras para ser colocados en las máquinas robot que arman tarjetas electrónicas que a su vez sirven de insumo a las miles de industrias de Shenzhen, culpables de que cualquier gadget que compremos en occidente tenga la etiqueta de “Made in China”.

Cansado y desorientado por la abrumadora avalancha de objetos, signos y comidas indescifrables decido entrar a un salón de té en la calle Huanqiang, y ordeno un “Pearl Tea” (estaba escrito en inglés!). Me traen una bebida a base de té, por supuesto, pero al cual le agregan unas "perlas" negras de un material gelatinoso y algo dulce que mas bien parecen huevos de pescado por su consistencia. Se toma con un pitillo de diámetro muy superior a los usados en casa, para que con el té, pasen hacia la boca las perlas babosas. A través de la ventana del salón veo a una chinita en la calle que vendía LEDs. Contaba y contaba LEDs que amontonaba en una enorme montaña como si fueran frijoles, aunque de vez en cuando tomaba aleatoriamente algunos y los medía con un tester. Observándola y viendo lo pujante del paisaje alrededor de ella, pensaba que las (acertadas?) decisiones de Den Xiao Ping debieron tener su origen en el éxito atesorado por los dos únicos territorios chinos no dominados por el comunismo. En efecto, tanto Hong Kong como Taiwan, con sistemas económicos liberales, se convertían en potencias comerciales, mientras la China de Mao se estancaba en el pantano del atraso y la pobreza.

Los enormes rascacielos de la calle Huanqiang exhiben enormes pantallas electrónicas en las que corren cifras, como en Wall Street. Me doy cuenta que son los cambiantes precios de componentes electrónicos como memorias, microprocesadores, GPS, etc. La riqueza se exterioriza en costosos automóviles deportivos occidentales que los magnates chinos de la electrónica como trofeos de su éxito, mientras no pocos indigentes rebuscan entre los recipientes de basura.

El debate de moda es sobre si China hoy día es comunista o capitalista. “Que importa si el gato es blanco o negro, con tal que cace ratones”, contestaría Den Xiao Ping, el anciano de la sonrisa…!

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