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De Mantopai a Las Vegas







Era probablemente, mi octava visita a la Gran Sabana. En cada nuevo viaje me enfrento a mis mismos temores: encontrarme con una Gran Sabana intervenida, llena de facilidades impertinentes, de montañas de basura, de turistas con altoparlantes que vomitan reggaetón. Era enfrentarme a una Gran Sabana ajena a aquella primera e imborrable impresión de 1972 cuando en la Piedra de la Virgen, fuimos auxiliados por un payloader del ejército, para trepar por una carretera en plena construcción y que horas mas tarde, se abría infinita y primitiva para dejar en nuestros corazones emociones que permanecen intactas. Como la de una Santa Elena de Uairén de dos calles de tierra, con una única tienda, la tienda general del “El Gordito”, sin combustible y dónde acampamos esa noche en el patio de la misión capuchina, en la parte alta del pueblo. En esa ocasión, el legendario Padre Diego encendió por un rato la única planta eléctrica de la región y puso a funcionar un proyector casero de cine para que los asombrados pemones de la misión contemplaran un melodrama mejicano en blanco y negro, protagonizado por Pedro Infante.

El contemplar años mas tarde la carretera pavimentada, perfecta, pero que introducía una herida irremediable en el vasto verdor de la sabana significó el inicio de un duelo que con el paso del tiempo se incrementaba al presenciar las crecientes hordas de turistas que marcaban su marcha con latas de cerveza o botellas vacías de Chivas Regal.

Pero era una promesa por cumplir y el 17 de Diciembre, el que en este momento escribe, desde el aeropuerto Mc Carren de Las Vegas, Sofía, Augusto y Carolina nos enfilábamos hacia El Dorado, nuestra primera escala de lo que representó una emotiva e inesperada reconciliación con La Gran Sabana.
Y es que hay eventos que, afortunadamente, permiten conciliarnos con nuestros recuerdos y abrazar con optimismo el credo de que no solo el embrague de retroceso funciona en este carro llamado Venezuela. La Gran Sabana es un buen ejemplo de evolución positiva entre la comunidad originaria y milenaria, representada por esas hermosas etnias de kamarakotos, taulipanes y arekunas, su asombroso ambiente y la creciente presión interventora del turismo irresponsable. En efecto, encontré esta vez una simbiosis tangible entre la actividad turística y la calidad de vida de los pemones. De aquellas aldeas paupérrimas y llenas de enfermedades de la década de los 70, pude apreciar a un pueblo plenamente compenetrado con la defensa de su medio ambiente y entrenados para ofrecer su milenaria sabiduría de la zona asi como posibilidades de alojamiento impecable, de buen gusto y con los cuales compensar económicamente el abandono de sus actividades de subsistencia tradicionales. Familias de pemones se han ocupado de habilitar para los turistas, nuevas rutas a sitios de ensueño donde es posible encontrar facilidades manejadas por ellos mismos, dónde nunca faltan baños limpios, churuatas para alquiler y la perenne presencia una artesanía en constante evolución. Asi, nuevos sitios se incorporan a los tradicionales saltos Kama y Aponwao, Quebrada de Jaspe o Pacheco. Nombres como el Salto Golondrina, Anaway, Soroape, Pormadak etc. se incorporan al léxico del acervo turístico.

El éxtasis de esta reencuentro se dio en Mantopai: sin duda, uno de los lugares mas bellos del planeta! Situado al pie del Sororopan y teniendo como escenario el serpenteante rio Caruai, este campamento, al cual se accede trepando entre lajas por una via de 6kms desde la carretera que conduce a Kavanayen, representa el encuentro del éxtasis y la auténtica felicidad. Y es que provoca abrazar a los pemones por una iniciativa de tan buen gusto y belleza. Alli fuimos con Ricardo, el educado representante de Turismo E’masensen, una verdadera Agencia de Turismo pemona ubicada en la bellísima Kavanayen. Ricardo es un verdadero experto en la cultura de su etnia y mitología. Con su hablar pausado y su peculiar acento, transmite la energía de un ser comprometido con su sabana y conservación, al guiarnos por caminatas en la selva circundante. No creo que exista ser humano que no se despida de Mantopai, cargado de energía, reconciliado con su espíritu y agradecido con los seres que laboriosamente han creado y mantienen este auténtico paraíso.

Algunos días después, por razones laborales, el destino me lleva inesperadamente a Las Vegas, “The Sin City”. Creo que es mi tercera visita a este insólito lugar. Confieso que en las anteriores visitas, mi aversión por este tipo de “cultura” me impidió compenetrarme con el espíritu de Las Vegas, tan glorificado por otros. Inexorablemente, al terminar mis compromisos profesionales (generalmente convenciones) me escapaba al desierto circundante y hacia el Gran Cañón. Es que ese paisaje colmado de tonalidades de tierra seca y roja ejerce una fuerza poderosa que impulsa a adentrarse en esas inmensidades desprovistas de vegetación. Confieso que de todos los estados conocidos del Gigante del Norte, los territorios que mas me atraen son el norte de Arizona y Nevada y el sur de Utha y Colorado. Es posible que influenciado por las viejas películas del oeste y series como la del Correcaminos, estos desiertos colmados de mesetas esculpidas por el tiempo, ejercen una mágica atracción, difícil de describir.

Pero esta vez, al tener dos días libres, me propuse vencer mi cobardía hacia Las Vegas y conocer algunos de sus íconos y su famosa vida nocturna. Esa fría noche recorrí a pie los primeros kilómetros de  The Strip. Evidentemente, no creo que haya un ser humano que no abra la boca ante proezas arquitectónicas como El Palazzo que recrea a Venecia con sus góndolas, el esplendor de las fuentes del Belaggio, el inacabable buffet del Wynn o la espectacular aguja de “The Estratosphere”, por nombrar algunos de las impresionantes ciudades hoteleras. Pero la extravagancia, la superabundancia, el derroche y el desenfreno que es posible apreciar en una noche de Las Vegas dejan en el alma un frío sentimiento de irrealidad, de decadencia, de divorcio con el mundo real. Sus calles están llenas de enormes limosinas, pero también de decenas de casas de empeño donde no pocos apostadores entierran sus últimas esperanzas, de mejicanos marginados que reparten propaganda de prostitutas. El encuentro de Las Vegas produce un irremediable desencuentro consigo mismo.

El día siguiente lo había destinado a completar mi recorrido y conocer The Palms, Le Mirage, Luxor y otros complejos del extremo sur de The Strip. Pero al encender mi carro, inexplicablemente me enrumbé de nuevo hacia el desierto infinito y bello, tierra de los navajos, escenario del Monument Valley, donde como en Mantopai, el espíritu de culturas milenarias retumba como un tambor en las inmensidades, alertando sobre la insostenibilidad del materialismo depredador y degradante e invitando al verdadero encuentro con nuestros orígenes y con nuestra verdadera esencia.

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