Bielei, bielaia, bieloie… son tres formas de decir Blanco en ruso según su género (también hay neutro), lo cual complica enormemente la gramática, porque se utilizan las declinaciones según el género. El masoquismo frustrado por aprender algo de ruso no fue gratuito sino que coincidió con la operación de mi columna a los quince años. Resulta que luego de la carnicería a la que fui sometido tenían que enyesarme por un año desde la barbilla hasta las caderas, para lo cual me estiraron en potro de torturas jalándome por la nuca y por las piernas con unas cintas hasta quedar en el aire mientras que los enfermeros aprovechaban el templón para embadurnarme de yeso todo el torso. Como podrán imaginarse, a la momia en que me convirtieron le costaba mucho caminar, por lo que prácticamente pasé nueve meses en la cama, como una tortuga patas arriba y lo único que hacía (aparte de rascarme la barriga con un gancho de ropa que introducía dentro del yeso) era jurungar los pocos libros que había en la biblioteca, entre los cuales apareció un viejo curso de idioma ruso el cual empecé a leer boca arriba sobre todo en las mañanas, cuando no había televisión.
No
obstante, el poco ruso que recordaba de esa época me sirvió de algo cuando el
25 de julio de 1977, la fecha en que según el programa que nos dio el rojizo
cónsul ruso en Roma, debíamos estar en la frontera rusa – polaca. Se iniciaba
así nuestro emocionante periplo en automóvil que nos llevaría hasta Moscú y
después a Leningrado, para salir por Finlandia, en un viaje de más de 3000
kilómetros por territorio soviético. Después de recorrer la tarde anterior las
aburridas estepas que separan Varsovia de Brest, en la frontera con la
República Soviética de Bielorusia o Rusia Blanca (hoy la Belarus gobernada por
el dictador Lukashenko), cuya capital es Minsk. Fue así que esa noche dormimos
en nuestro Fiat, pero en terreno polaco, para cumplir con la estricta agenda
aprobada por las autoridades rusas, según la cual debíamos respetar las fechas
de arribo a cada ciudad de nuestro itinerario.
Finalmente
en la mañana divisamos la cerca que definía la frontera. Nos aproximamos mientras
un guardia rojo nos indicó estacionarnos en un recuadro bien delimitado en todo
el centro de un enorme patio. El compadre se nos cuadró con un saludo marcial
para proferir un solemne discurso (supongo de bienvenida, pues no entendíamos
ni papa) e indicarnos bajar del auto. Lo asombroso del asunto es que sin
preguntarnos quiénes éramos, nos entrego una carpeta con todos nuestros
recaudos, consistentes en vales para gasolina, para estadía en campings y
hoteles, para guías en las ciudades, así como mapas con los sitios donde
teníamos que ir con fechas precisas. Del edificio aledaño saldría luego un
funcionario quien nos preguntó (en alemán!) si teníamos un seguro internacional
para el carro. Como no era el caso, nos hizo pasar a su oficina para hacernos comprar
una póliza rusa. Para calcular el monto a pagar nos preguntó por el cilindraje
del Fiat luego de lo cual, para nuestro asombro, ha sacado de su gaveta un
ábaco de madera en el que movió unas cuantas bolitas para finalmente
anunciarnos el monto a pagar. Mientras tanto en el patio, el resto de los
guardias habían prácticamente desarmado los asientos de nuestro pobre Fiat
(adornado, por cierto con una banderita venezolana) y buscaban con espejos bajo
la carrocería. Después de unas dos horas de revisión, nos dieron el visto bueno
y nuestros pechos latieron emocionados al lanzarnos a la conquista de la tierra
de los soyus. Pero al tratar de abandonar los predios de la edificación oímos
un grito destemplado en italiano: “Romaniii!” gritaba un viejo desde un pequeño
“Cincuencento” en el que viajaba (evidentemente había visto nuestra placa
romana). El tono de su alarido revelaba una solicitud de auxilio que fue
acallada por un guardia que nos obligó a proseguir sin mediar palabra con el
solitario italiano. Pronto volveríamos a saber de él.
Probablemente
mis expectativas tenían que ver con que la Unión Soviética, además de
“superpotencia” era la patria de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta de la
historia (se acuerdan del retrato destruido?). Media hora después de comenzar a
rodar hacia Minsk, no podía entender porque la triste y estrecha carretera que
finalmente llevaba a Moscú estaba tan vacía como las miradas de los pobladores
de las lodosas aldeas de madera que veíamos de vez en cuando. Los únicos
usuarios de esa recta irremediable rodeada de pinos y aldeas mustias, eran
algunos camiones y unas motocicletas biplaza como las usadas por la Gestapo en
la Segunda Guerra Mundial. Cuando el hambre nos asedió comenzamos a ver hacia
los lados en busca de unas empanaditas o algún Mc Donald’s ruso, pero lo único
que había eran pinos y pinos, hasta que finalmente un grupo de camiones
estacionados que precedía a una cabaña de madera nos indicó que algo había en
el sitio, pues un grupo de personas hacía cola en el lugar. Pronto
aprenderíamos que en la Rusia de la época, al ver una cola, había que
incorporarse a ella automáticamente, sin preguntar para que era: al final
siempre habría algo de interés imposible de conseguir en otra parte. Así fue
como después de unos minutos de cola entre rusos gordos y vestidos de colores
inauditos, teníamos entre las manos el único elemento comestible, unas rodajas
de pan negro sobre la cual reposaba un grueso trozo de tocino blanco, bielei,
tan blanco como la sensación de vacío que nos embargaba.
La llegada
a Minsk esa tarde pasó por presentarnos a la oficina del Inturist donde nos
asignarían un guía que, por supuesto no habíamos solicitado. Nadia era un joven
con cabello color paja y ojos grises, tan grises como el cielo y los edificios
de su ciudad. Repetía sin piedad cifras sobre los logros de la revolución
socialista y la “Gran Guerra Patria” que treinta y cinco años antes tiñó de
sangre las estepas de Beliorusia. Nadia nos obligaba a visitar los grises
bloque de habitaciones “construidos en socialismo” para la clase trabajadora.
Intentamos preguntarle sobre su vida, sus hobbies. Pero Nadia estaba programada
solo para escupir cifras y hablar de las bondades de la revolución. Al final,
logramos saber que en su tiempo libre recolectaba setas de los bosques de pinos
de los alrededores. La imaginaba solitaria, con su pelo de paja y una cesta de
setas en la mano, metida en su mundo de pinos, ignorante de lo que era el mundo
exterior.
Nuestra
parada, al día siguiente fue Smolensk, a orillas del rio Dniéper, donde por
cierto, recientemente pereció el presidente polaco y toda su comitiva en un
accidente aéreo. Después de registrarnos en nuestro camping, ya de noche,
salimos a explorar la ciudad tratando de acallar nuestros estómagos. Smolensk
era una ciudad fantasma: todo era oscuro, absolutamente oscuro. No había nada
parecido a un café, una panadería o un restaurant. Todo el mundo parecía
dormir… excepto aquel local de dónde emanaban risas y música y al cual nos
presentamos en busca de alimento. Tan pronto franqueamos la puerta, los músicos
dejaron de tocar y todos los comensales voltearon a vernos, cual si fuéramos
alienígenas del planeta Mongo. Intentamos pedirles comida, pero nos explicaron
que eso no funcionaba así: era un cabaret que servía la cena a una hora
determinada, después de lo cual comenzaba el baile y nosotros habíamos
justamente interrumpido esa etapa. Pateando una lata nos regresamos a nuestro
camping resignados a comer unas conservas que afortunadamente habíamos comprado
en Budapest unos días antes, las cuales complementaríamos con un arroz que
intentábamos cocinar cuando reconocimos una voz en el fondo de la cocina que
gritaba en italiano: “Pane, signorina, Pane!!”. Era nuestro amigo, el milanés
del “Cincuecentto” que trataba infructuosamente de pedir pan a una de las
empleadas del camping. Al acudir en su ayuda, sus ojos nos devolvieron un
sentimiento de salvación. Agradecido nos contó que su meta era llegar desde
Rusia, con su carrito de 500cc, al punto mas septentrional de Europa
Occidental, Cabo Nord en Noruega. Su divertido automóvil era toda una casa
rodante, con cocina en el asiento de atrás. Pero nuestra próxima meta era menos
lejana, era Moscú la capital del imperio mismo!..
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