Habían transcurrido dos años de la catastrófica operación de columna que me conminó al ostracismo de una pesada carcasa de yeso, por lo que había pasado buena parte de esos diez meses de recuperación viendo hacia el techo. Era el año 1970. Yo era estudiante de cuarto año de bachillerato del liceo Andres Eloy Blanco de Catia. Vivía solo en un apartamento en Casalta, para entonces un sector de clase media baja. Mis padres se habían mudado a San Fernando de Apure, cuyo ambiente me asfixió e impulsó mi prematura independencia.
Yo compraba “El Nacional” todos los días,
pero ansiaba su lectura especialmente los domingos. Eran los tiempos de las
comiquitas en colores de Pepita y Lorenzo, Mandrake el Mago y Popeye el Marino.
A mediodía, mientras almorzaba, solía ver “El show de Renny” en un televisor cuya
imagen saltaba frecuentemente, por lo que había que golpearlo por un costado
para restituir las formas coherentes en blanco y negro.
Una de mis grandes diversiones, los
sábados, era tomar el bus de la ruta Propatria – Chacaito y bajarme en la
Avenida Urdaneta, dónde había una librería que vendía obras de Julio Verne. La
emoción de una nueva ventana al mundo de ficciones del escritor francés, hacía
que el olor de cada nuevo ejemplar resultara un estimulante para mis sentidos
(no me malinterpreten y tilden de nerd, solo comprendan que en ese tiempo no
existían los video juegos ni las redes sociales).
“El Nacional” de los domingos era tan
grueso y pesado como un tomo de la Enciclopedia Británica. En la segunda página
del “Cuerpo A”, Arturo Uslar Pietri nos regalaba su columna “Pizarrón”, de la
cual yo era fanático. Ese día el artículo se tituló “El Azar y la Necesidad”
Me imagino que el proceso de interrogantes
sobre el universo y la vida por el que atravesaba era normal para un
adolescente de diecisiete años. Por una parte estaba yo en un transcurso de
fascinación por todo lo que la ciencia estaba aportando a mi intelecto en ese
rico período. Pero descubrir la enorme coherencia de los procesos racionales
chocaba con las ideas atávicas de la cultura judeocristiana que me rodeaba por
todas partes con una enorme presión desde la infancia.
Cada vez más me costaba aceptar o
comprender la idea de un dios y eso me atormentaba a tal punto que le pedía
encarecidamente (si, a Dios) que me enviara una señal, por sencilla que fuera
como prueba de su existencia. Yo consideraba que si había sido dotado de un
poder de raciocinio, tenía todo el derecho del mundo de plantearme ese tipo de
interrogantes y que Dios, de existir debía, aunque sea por cortesía, responder
a mis llamados. Pero eso nunca ocurrió, o por lo menos, nunca fue lo
suficientemente efectivo para hacerle comprender a un pobre (e ingenuo) mortal
promedio como yo, que su escurridiza figura era más real que cualquiera de los
dioses del Olimpo griego.
Y yo, cada vez más me rebelaba a aceptar los
postulados del pensamiento mágico que me alejaban del pensamiento crítico y
estaba dispuesto a absorber todo lo que estuviera en esa dirección.
No sé si Uslar Pietri tuvo la valentía de
leer completamente el denso ensayo homónimo de Jaques Monod que dio origen a su
artículo de ese domingo. Monod, biólogo y bioquímico francés, pretendía
ilustrar las consecuencias filosóficas y espirituales de los últimos descubrimientos
de la biología molecular y la genética. “El Azar y la Necesidad” era una
revolucionaria manera de exponer que la biología científica se ha desarrollado
basándose en el "postulado de objetividad”, que excluye que los fenómenos
de la naturaleza puedan explicarse refiriéndolos a un "proyecto" o
"finalidad" intrínseco en la naturaleza.
Aunque confieso que nunca estuve a la
altura de entender cabalmente el polémico ensayo de Monod, si logré, con la
ayuda de Uslar Pietri, captar la esencia de sus conclusiones: el azar es la ley
fundamental que regula la combinación de proteínas y por ende, la estructura
del ADN y en consecuencia, de cualquier creación en la biósfera. El hombre,
aparecido por azar en el universo no es heredero ni portador de ningún destino
biológico distinto al determinado por la teleonomia, es decir, al de la necesidad
de perpetuación de la especie en el más claro espíritu darwiniano.
Estas ideas me fascinaron, pues calzaban
plenamente con lo que mi incipiente intelecto intuía de la vida y su origen.
Las explicaciones sobrenaturales eran perfectas para la mentalidad mágica e
infantil del hombre de hace dos mil años, pero inverosímiles ante el abanico
racional que ofrecía la ciencia y sus enormes aciertos: hace menos de un año, el hombre había viajado a la Luna. Dios, que en una oportunidad en Babel, había castigado a quienes trataron de alcanzar sus dominios y que a menudo se asomaba entre las nubes para instruir a su pueblo, esta vez no se apareció. El ejercicio de la racionalidad y la crítica habían hecho desaparecer al hombre infantil. La idea de la vida como
un mero accidente del azar tenía absoluto sentido. El carácter caótico del
universo era un hecho demostrable. ¿Cómo era entonces posible que Dios, de
existir, jugara al caos?
Yo había ganado en ese momento un modesta
beca otorgada por el IVIC (Instituto venezolano de Investigaciones Científicas)
por una trabajo hecho en colaboración con Carlos y Rafael Estrada, amigos
entrañables, para el Festival Juvenil de la Ciencia de ese año. Recuerdo que
fue subiendo a ese instituto una mañana luminosa, cuando observando las verdes
colinas de los Altos Mirandinos, entré en una especie de catarsis. El artículo de Uslar Pietri había desencadenado toda una revolución
interna pues me mostraba una luz en la dirección que yo buscaba. Las religiones
y Dios eran procesos culturales, creaciones humanas transmitidas por
generaciones fundamentalmente por razones de dominación. Si yo hubiera nacido
en Irak, por ejemplo, estaría programado culturalmente para matar, si es
posible, en nombre de Alá. Si por el contrario, hubiera nacido en un shabono
yanomami, mi vida estaría regida por los hermosos mitos de la cosmovisión yanomami
y un indiecito yanomami no podría ser heredero del pecado original dispuesto
por el dios de los cristianos.
Fue en ese momento, ante
una brisa fría, un sol radiante y rodeado de un bosque de perfumados
eucaliptos, que me deshice de la culpa por abandonar a la figura de dios como
parte de mi esencia cultural. Me sentí libre como los querrequerres que
revoloteaban en lo alto.
Umberto Eco decía que cuando los hombres
dejan de creer en Dios no quiere decir que creen en nada: creen en todo. Yo me
liberaba en ese momento de la esclavitud del miedo a la culpa, del temor a una
trascendencia condicionada por un ser mágico al cual había que rendir
pleitesía.
Atrás quedaba la figura de mi abuela
Abigail, tratando de que aprendiera a persignarme. O la de aquel cura que daba catecismo y que en plena clase humilló a mi mejor amigo por el hecho de llamarse Jesús.
Uslar Pietri fue un personaje que influenció
enormemente mi juventud. La vida es definitivamente muy curiosa. Fue
precisamente ese aporte de 1970 lo que encendió la chispa del modelo actual que
rige mi pensamiento y mi cosmovisión.
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