Acabo de terminar “Persona Non Grata”, un
libro escrito por el chileno Jorge Edward, que narra sus terribles desventuras
en Cuba, cuando, como representante del gobierno socialista de Salvador
Allende, trató de abrir la primera embajada latinoamericana después la
expulsión de la isla de la OEA.
Ya en ese momento su gran amigo, Pablo Neruda,
comunista hasta su muerte, se había distanciado del régimen personalista de
Fidel Castro.
Esta es la copa,
tómala, Fidel
Está llena de tantas
esperanzas
Que al beberla sabrás
que tu victoria
Es como el viejo vino
de mi patria:
No lo hace un hombre
sino muchos hombres
Y no una uva sino
muchas plantas:
No es una gota sino
muchos ríos:
No es un capitán sino muchas batallas…
Desde su llegada a La Habana, Edwards fue intimidado por el ya
formidable aparato policial cubano, quien vio con malos ojos su amistad con
intelectuales locales quienes ya en ese momento tenían una posición crítica
hacia los fracasos de la revolución. La narración de Edwards hubiera parecido
inverosímil si no fuera porque el propio Fidel lo citara a la cancillería
cubana un día antes de su salida y corroborara que su paranoia no era producto
de una enajenación.
Yo visité Cuba por primera vez, casi veinte años después de ese
episodio y he decidido plasmar, motivado por el libro de Edwards y de la manera
más objetiva posible, algunas anécdotas de ese viaje surrealista.
No somos un pueblo rico, somos un pueblo digno.
No era posible viajar a Cuba como a cualquier otro país no comunista,
es decir, la única forma era “comprar un paquete organizado” que prevé el
control de tus movimientos. Por esa razón aterricé un buen día de julio de 1988
junto a mi vecino y amigo Said en el muy modesto aeropuerto de Rancho Bolleros coleado
en una delegación de psicólogos (¡!) que “asistirían” a un congreso mundial en
el enorme Palacio de Convenciones de La Habana. Lo primero que llamó mi
atención fue un enorme cartel en el terminal aéreo que proclamaba una romántica
frase “no somos un pueblo rico, somos un pueblo digno”. Esa noche nos
recibirían en el Hotel Presidente con mojitos de “Havana Club” y un conjunto
musical que interpretaba “Barlovento” en nuestro honor.
Un hijo de la revolución
Nuestra primera salida a las calles de La Habana fue acompañada desde
el principio por un carajito de no más de doce años que se nos pegó como una
garrapata. ¿Ustedes vienen solos, vienen
sin mujeres?....Porque yo les puedo presentar a una hermana para que los
acompañe!
La presencia de “jineteras” parece ser una constante en los hoteles
cubanos y como pudimos constatar, cuentan con “representantes” muy jóvenes.
Nuestra negativa no desanimó para nada al chamito quien tenía otra mercancía: pesos
cubanos a precios inferiores a los del mercado oficial. Su insistencia nos
acompañó hasta las ruinosas casonas de la Habana Vieja, caracterizadas por un
hacinamiento humano que pulula entre escombros y pobreza.
Con el transcurso del tiempo la oferta del malandrín se había tornado
irresistible y para intentar deshacernos de su presencia decidimos cambiarle
cincuenta dólares por un abultado paquete de pesos cubanos. Apenar realizado el
canje, nuestro amiguito echó a correr. Como buen “paquete chileno” el corazón
del envoltorio solo albergaba billetes de papel periódico y nuestra dignidad,
una sensación de vacío. ¿Eran estos los hijos de la revolución? El episodio y
el sentimiento de desesperanza que nos causó la Habana Vieja nos hicieron
retroceder a nuestro hotel.
Un desfile de modas
Martin, el moreno que fungía de guía en todas nuestras salidas nos
anunció esa mañana que iríamos a un desfile de modas en la “Casa de la Moda
Cubana”. Unos veinte minutos más tarde el microbús nos dejó en una vieja
mansión de la era Batista ubicada en el exclusivo barrio de El Vedado.
Alrededor de la piscina se desarrolló la pasarela con la presencia de muchachas
ataviadas de ropa convencional, mientras nos servían los consuetudinarios
mojitos. Una vez acabada la ceremonia, se nos invitó al interior de la casona
equipada con una tienda de ropa fundamentalmente francesa (la invasión de la
ropa china todavía no había llegado) que solo podía ser adquirida en divisas.
Salí del evento tan desconcertado que, al llegar al hotel y envalentonado
por la ingesta de otros mojitos, invité a Martin a conversar. ¿Qué tiene que ver el sitio al que nos
acabas de llevar con la revolución cubana?, me atreví a decirle. ¿Es que acaso cualquier cubano puede
entrar libremente en esa casona burguesa a comprar alguna de esas prendas que
ni siquiera son cubanas? Me di cuenta que la mirada de Martin para conmigo
nunca fue la misma y a partir de ese momento trate de practicar más la
prudencia. Máxime cuando me enteré del arresto violento en esos días, de una
pareja cubana en el hotel, cuando había osado utilizar la piscina. Los hoteles
para turistas internacionales, así como sitios como la famosa playa de Varadero
eran zonas vedadas para el cubano común. Evidentemente el término “socialismo”
tenía interpretaciones enormemente flexibles en la Cuba que yo vi.
En mi país no tenemos vicios
Alexandr, mi tocayo ruso, decía ser un estudioso de la literatura
latinoamericana, especialmente de la obra de Garcia Marquez, por lo que hablaba
español con bastante fluidez. Me lo encontraba casi todas las mañanas desayunando
en el restaurant del hotel, por lo que unas tres oportunidades charlamos de
Venezuela, de Cuba y de la Unión Soviética, sin sospechar que la Cortina de
Hierro se derrumbaría estrepitosamente en unos pocos meses. Le referí mi
experiencia del día anterior en una tienda del Inturist. Al igual que en el
país de Alexander, en Cuba existían tiendas solo para extranjeros cuya mercancía se tranzaba solo en divisas. A las
puertas de estas tiendas grupos de cubanos estaban a la caza de algún turista
tratando de convencer, dólar en mano, de que le comprara alguna de las
excentricidades que allí se expedían, tales como salchichones, quesos, vinos o
golosinas. El paroxismo por obtener alguno de estos “bienes prohibidos” llegaba
a límites inimaginables. Yo le relaté a mi tocayo que esa misma sensación la
percibí en la entonces Unión Soviética, donde la gente se desvivía por adquirir
cualquier bien extranjero. Es impresionante,
le dije, que la sociedad cubana haya
calcado vicios similares a los que observé en Moscú. Evidentemente el uso
de la palabra “vicio” fue imprudente y desafortunada. Inmediatamente mi amigo
cambiando de semblante, se paró de la mesa diciendo: en mi país no tenemos vicios!!
San Antonio de los Baños
Cansado de la esclavitud de Martin y sus “tours dirigidos” (casi todos para
mostrar los logros de la revolución como hospitales e institutos educativos)
decidí escaparme esa mañana y experimentar algo del territorio no controlado.
Fue así como llegue al pulcro y sencillo pero organizado terminal de pasajeros
de La Habana e imitando el acento cubano compre un pasaje para un pueblo
cercano de la provincia. Debo decir que en una ocasión anterior, caminando por
las calles de La Habana, me metí en una zona bastante deprimida, similar, quizás
al barrio El Manicomio de Caracas. Un grupo de vecinos advirtió mi carácter de
turista (del cuello colgaba una Cannon con lente telescópico) y uno de los
miembros de un CDR (comités de defensa de la revolución, presentes en cada
esquina) se me acercó para advertirme que por allí no tenía nada que buscar.
Pero continuando la historia de mi escapada, una hora después, la
guagua me dejó en San Antonio de los Baños, un pueblo famoso por albergar
diferentes escuelas artísticas y por ser la cuna de Silvio Rodriguez. Lo
primero que llamó mi atención fue una fila de vecinos en una plaza central.
Hacían cola para tomar café negro que un vendedor ambulante sentado en un
taburete, surtía desde un viejo termo. San Antonio resultó ser un pueblo provincial
caribeño bastante convencional, con árboles frondosos y viviendas modestas. En
una esquina había una ferretería a la cual entré a curiosear. Para alguien
proveniente de la Venezuela de los ochenta, el local era impresionante. Unas
estanterías polvorientas exhibían algunos frascos con tornillos y clavos
oxidados. En la pared, un martillo y un serrucho, también oxidados, completaban
el inventario de un local lleno de telarañas. Traté de tomar una foto, pero la
mirada poco amistosa del único empleado me disuadió.
El regreso a La Habana estuvo acompañado por muchos militares que
dentro del bus, nos miraban con desconfianza. Luego me enteré que eran
aviadores provenientes de una antigua base aérea gringa construida en la
segunda guerra mundial que la revolución convirtió en uno de sus principales
bastiones militares, al mando de Raul Castro.
¡Esta vaina es una mierda!
Había una diferencia de costos enormes entre comer en un restaurant
para turistas y pagar en dólares o comer en un restaurant para cubanos y pagar
en pesos. El cambio del mercado negro introducía distorsiones que en la
Venezuela de ahora entendemos perfectamente. Por estas razones trataba de usar
mi “disfraz de cubano” lo más frecuentemente posible y pasar desapercibido. Luego
de varios días, pude establecer un patrón de comportamiento en los meseros que
es digno de mencionar. En una primera aproximación descubren que no eres cubano
y comienzan las preguntas sobre Venezuela (en ese momento Oscar de León era un ídolo
de la isla y todos lo mencionaban). Aquí estamos
bien, tu sabes, hay salud y educación gratuita…! Decían a menudo en voz
alta. Siempre dicharacheros, buscaban conversación, pero viendo hacia los lados.
Al rato, después de entrar en confianza y siempre vigilando los costados, a
menudo y a modo de catarsis se sinceraban para decir en voz baja y tragándose
la “ere” frases como, Esta vaina es una
mierda!!
______________
Jorge Edwards narra en su libro el enorme alivio que representó la
libertad de aterrizar en Europa luego de su detectivesca experiencia en la
tierra de Fidel.
Yo sólo recuerdo haber regresado de noche a Caracas después de unos
diez días de permanencia en la isla. Muy temprano en la mañana, salí a
desayunar en el centro comercial Concresa, del Prados del Este. En los
monitores de una tienda pasaban el video “Thriller” de Michel Jackson. Dentro
del cuidado centro de compras la enorme cantidad de luces multicolores, olores
y sonidos me parecieron extraños, pero deslumbrantes. Por inaudito que parezca
había olvidado la brillantez y la aparente alegría de una sociedad capitalista.
Nunca estuve convencido de esas estadísticas mundiales que catalogaban al
venezolano de la época como uno de los más alegres del mundo. Lo que si me
traje de Cuba fue la convicción de que los cubanos, al igual que los rusos de
la era soviética, no eran seres felices, y que la felicidad está muy ligada al
reto individual que representa la libertad de acción en la construcción de tu
propio camino.
Treinta años después de este viaje, al momento de terminar estas líneas
me doy cuenta con angustia de cuan parecido es el venezolano del 2018 con el
cubano de entonces, sobre todo en sus limitaciones y carencias. No en balde la
experiencia cubana ha sido trasplantada en todos estos años a mucha de la
institucionalidad venezolana. No obstante, la gran diferencia es la
irreverencia e inconformismo de nuestro pueblo al momento de enfrentar su
realidad, a pesar del cinismo y capacidad de manipulación criminal del régimen.
Los días por venir será decisivos para determinar que es más fuerte; si
el espíritu de libertad del venezolano o la capacidad de manipulación del
populismo cubanizante.
UA-51345692-1
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