Los zapaticos azules “Columbia” comprados con dólares de Cadivi a Bs 8, en el Dolphin Mall ya no dan para más. Se conocen de memoria el asfalto de la Francisco Fajardo, de la Francisco de Miranda, de la Libertador y aún de las Avenidas Victoria y Nueva Granada. Su suela acusa el desgaste del ardiente pavimento. Aun así me han servido para no resbalar cada vez que debemos correr (me refiero a Sofía y yo) cuando comienza la lluvia de cilindros metálicos que expelen un vapor picante y que caen cerca de nuestras cabezas.
El hecho es que buscando protección para mis ojos y nariz,
me encontré en una repisa del baño una vieja máscara de buceo, probablemente de
Augusto, que decidí llevar a la próxima marcha para no pasar tanta roncha. Como
ya no tenía mi sombrerito, me puse una gorra
negra que también encontré en los predios de Augusto. Cuando comenzó la
zaparapanda de gases, yo tenía la máscara sobre la gorra, pero con los nervios
del ataque sorpresivo no acaté a colocarla sobre mis ojos y nariz. Una joven
manifestante se me queda viendo y sorprendida por la necesidad me dice: “señor,
usted no está utilizando la máscara” y acto continuo me la quita y sale
corriendo. Sofía me gritó “Papi se robaron tu máscara!”. La consolé diciéndole
que era preferible que uno de los “valientes” la usara en lugar de nosotros,
las gallinas que corremos despavoridos ante el estallido de cualquier
proyectil.
Pero las marchas kilométricas en esta etapa trágica de
nuestra Venezuela no se han limitado al ámbito local. Hace unas semanas,
visitando a Augusto en su nuevo reducto alemán, leí en las redes que los
venezolanos en Múnich habían organizado una protesta en esos días de abril. Fue
así como, a pesar de una gélida y extemporánea nevada que los chavistas
interpusieron ese día para amilanarnos, llegamos a la hora de la convocatoria a
la Max-Joseph Platz, lugar del encuentro. Yo hubiera apostado que a pesar de
ser venezolanos, la disciplina alemana hubiera corregido el nefasto hábito de
la impuntualidad. Pero no fue así; fuimos de los primeros en llegar. Yo
sostenía una banderita al pie del monumento del rey Max cuando desde una camioneta
negra alguien me llama en español, abre la puerta trasera y me entrega una caja
llana de banderas y propaganda, y finalmente me da instrucciones para que
discuta con la policía en caso de una inspección (¿!). Sin esperar a mediar
palabras, el sujeto arranca y me deja todo desconcertado sosteniendo el
material. Afortunadamente el lugar se fue llenando paulatinamente de
compatriotas y al cabo de unos minutos todos estábamos gritando la famosa
consigna de: Wer sind wir? ¡Venezuela!
Was wollen wir? Freiheit!!.
La nota pintoresca de la jornada la puso una señora alemana
bien panita, por cierto, que vino con una generosa pancarta que en alemán pedía
la liberación de los presos políticos en Venezuela y se lanzó con un emocionado
discurso que todos aplaudimos a pesar de nuestras limitaciones lingüísticas.
Desconozco en este momento cuantos kilómetros más me tocará
marchar y si tendré que cambiar para ello mis zapatos Columbia y comprarme un
nuevo sombrero de Panamá. Lo que si es cierto es que considero un privilegio ser protagonista
de un momento en el que el atropello de un régimen nos ha unido con un
mismo objetivo: volver a tener un país normal dónde en algún momento podamos ir
de nuevo al mercado a comprar azúcar, como si fuera algo rutinario y no un episodio de "The Walking Deads".
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