“Señores pasajeros,
les habla el capitán. En vista de la situación política que atraviesa Venezuela
en estos momentos, he decidido retrasar nuestra partida unos quince minutos
para poner combustible adicional por si nos vemos obligados a prolongar nuestro
viaje”.
Antes del abordaje, en
la sala de espera del aeropuerto de Lisboa, nuestra escala final desde Munich, se
celebraba la “hora loca” para los alarmados pasajeros venezolanos: Cilia Flores
había huido del país, los reflectores anti bombardeos habían sido encendidos en
Miraflores y audios con disparos de metralletas por toda Caracas inundaban los
mensajes de Wasup. “No te vengas a Venezuela!”, clamaban mensajes de
familiares.
Unas horas antes, el
Uber que habíamos contratado esa madrugada, se acercaba puntual en la pantalla
del Samsung de Augusto a nuestra ubicación en las cercanías del English Garten
de la capital bávara, mientras algunas hojuelas de nieve se posaban como
plumitas sobre nuestros abrigos. A pesar del impresionante sistema público de
transporte de la ciudad, habíamos preferido probar esta herramienta que está
revolucionando la movilidad de las grandes ciudades y no arriesgar un traspié
en la intrincada red de trenes, hasta el aeropuerto de la elegante y armoniosa
urbe dónde nuestro Augusto decidió hacer vida.
Veinticuatro horas
después, Sofia y yo participábamos en Caracas en “La Marcha del Silencio” que
arranco en Chacaito convocada por la oposición en esta nueva y conflictiva
etapa de lucha contra lo que ahora es una verdadera dictadura. Eran millares de
puntos blancos en movimiento, cual colosal rebaño de ovejas que por primera vez
y sorteando numerosos obstáculos se adentraba en la boca del lobo, el temido
Municipio Libertador, tradicional bastión chavista. El paso por avenidas como
la Nueva Granada o la Av. Victoria resultaba emocionante. Un ejército
triunfante entraba por primera vez a un nuevo territorio usurpado. Sofía
admiraba por vez primera, un paisaje urbano totalmente desconocido para ella. Desde
los edificios de estilo perezjimenista de la zona, los vecinos saludaban con
banderas a los blancos conquistadores. La armonía solo era interrumpida por
algunos gritos destemplados desde unos balcones de la Misión Vivienda de
algunas doñitas desdentadas cuya única misión en la vida era, probablemente,
esperar su roja bolsa de comida conocida como CLAP.
Más adelante, en las
vecindades de la Roca Tarpeya desde las humildes viviendas de los cerros solo
se percibían sonrisas y aplausos, espectáculo impensable en épocas pretéritas.
Las emociones saturaban la atmósfera llenando de sonrisas y lágrimas a
manifestantes y vecinos.
De regreso (habíamos
caminado más de nueve kilómetros) decidimos regresar a nuestro punto de partida
en transporte público. El autobusete que nos llevaría a la estación del metro
de Capitolio, destartalado y sucio, era una muestra viviente de la
idiosincrasia venezolana. Adentro, vendedores ambulantes de caramelos a cien
bolívares apelaban al humor, al igual que merchantes de lápices y otros
objetos, que intentaban colocar su mercancía. Algunos pasajeros de la zona
discutían a viva voz con “intrusos del este” que regresaban, como nosotros
desde la marcha y eran fácilmente identificables. Porque en este aislamiento
forzado que por dieciocho años ha segmentado a Caracas en dos ciudades, hasta
el lenguaje ha sufrido el apartheid y los acentos son claramente
diferenciables. Sofía observaba la escena con cara de quien hubiera aterrizado
de repente y sin aviso en un barrio de El Cairo.
**************
Habíamos quedado de
encontrar a Augusto a la salida de su instituto a un costado del Munchen Haupbhanhof
el miércoles de esa misma semana. La estación principal de trenes de Munich
asombra no solamente por sus enormes dimensiones (la ciudad apenas tiene 1.4
millones de habitantes) sino por su absoluta pulcritud y glamour. Yo estaba
habituado a instalaciones equivalentes como las de Paris, Londres, Moscú o
Roma. Son espacios normales, dónde la gente vocifera, come chicle y pinta
bigotes a los personajes de los carteles que llenan las paredes. Son, en
general, lugares contaminados con sonidos de todo tipo, olores rancios a sudor
y humo o con la tenue mugre propia del hacinamiento. Pero aterrizar en el subterráneo
de Munich te produce una sensación de total anormalidad: el silencio, la
disciplina de los usuarios, la pulcritud de los baños públicos, el brillo de
sus pisos o la elegancia de sus establecimientos comerciales son
definitivamente intimidantes para alguien que acaba de aterrizar del tercer
mundo. Y es que en una estación de trenes, cómo diantres no va a haber un solo
papelito en el piso?
En nuestro trayecto
en metro hasta la estación de Nordfriedhof, nos impresiona el silencio reinante
en el vagón, hasta que de repente una breve carcajada proveniente de una señora
regordeta interrumpe el ambiente. Al darse cuenta de su exabrupto, la doña se
lleva la mano a la boca y roja como un tomate gira su mirada una y otra vez,
como buscando la desaprobación acusadora de los demás pasajeros.
Munich ha sido
catalogada como la cuarta ciudad mundial en cuanto a calidad de vida en 2016,
sólo por debajo de Viena (reiteradamente en primer lugar), Zurich y Auckland.
En el otro extremo, Caracas
exhibe uno de los deterioros más brutales que urbe alguna pudiera imaginar: en dieciocho
años no existe un índice de satisfacción humana que no haya sido mancillado y
pisoteado hasta la humillación y vergüenza.
Son dos mundos paralelos pero distantes. Son dos concepciones sociales
diametralmente opuestas. En una, se evidencia un desprecio por la educación y
la disciplina, por la meritocracia y la excelencia, a tal punto que un
esquiador que nunca había visto la nieve se atreve, sin vergüenza alguna, a
participar en un campeonato mundial de ski, y un chofer de autobús sin otra
experiencia en la vida, se atreve a ser presidente. Es una sociedad donde la
improvisación es la regla y las utopías fracasadas del pasado son desempolvadas
con un desdén por la historia para llevar todo un pueblo al barranco de la
miseria y la penuria, ante la indiferencia de lo que se han enriquecido con el
poder.
Al otro extremo, un acuerdo nacional sobre un modelo del país, permite
tener una sociedad exitosa por encima de las diatribas propias de la política y
establecer un rumbo claro para satisfacción de todos sus habitantes. Es la
siembra de la disciplina, y el estímulo
del mérito personal como elemento impulsador del respeto por el prójimo. Es el
reconocimiento de que la excelencia en la educación es capaz de formar ciudadanos
de excelencia.
Alemania se levantó de las cenizas de la guerra y reconstruyó una
sociedad pujante de justicia y respeto.
Venezuela pronto tendrá que enfrentar el reto colosal de reconstruir
una trama social desarticulada por una utopía salida de mentes primitivas que
supieron vender a una sociedad primitiva la idea de que se podía vivir del
reparto del botín que los oligarcas se habían llevado. Pero al final, todo
terminó en que el botín se lo terminó llevando una nueva casta que se dio previamente
a la tarea de dividir la población mediante el odio y la mentira.
Los nuevos líderes tendrán que aprender de sociedades como la alemana y
asumir el arduo reto de diseñar una modelo de país para el largo plazo que
resulte del consenso de todos… incluyendo a los herederos de la utopía
chavista.
Cualquier otro intento, resultara, por los momentos, igual de utópico.
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