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Budapest en tres tiempos








dedicado a Zita Danczi

El Albergo Columbus de Roma es un viejo palacio medieval construido en el siglo XV. Al ingresar a la habitación 21, mis ojos repararon inmediatamente en una anacrónica maleta marrón y unos descoloridos zapatos. Era como ver objetos sacados de un documental en sepia de la segunda guerra mundial. Las paredes de la habitación eran  también ocres. Roma resultó toda ocre pero aunque parezca extraño, a partir de entonces, ése color está asociado en mi mente a la austera belleza de la melancolía.

Se me antojó, no sé por qué, que esos anticuados objetos debían pertenecer a un estudiante de Europa oriental. Sabía que compartiría mi cuarto con otro estudiante internacional durante ése entrenamiento de postgrado que realizaría en la capital italiana a finales de 1977. En efecto, una hora mas tarde Sándor Stefler entró a la habitación con una mirada triste, unos pantalones negros y una camisa blanca. Su presencia transmitía la humildad de una persona acostumbrada a la estrechez y al trabajo.

Sándor era un ejecutivo de alto rango de la empresa telefónica húngara y traía en su maleta marrón unos fabulosos embutidos de su tierra que compartía en las tardes acompañados con té que él mismo hacía con la ayuda de una improvisada tetera, que también le acompañaba. Esas tardes de tertulia dejaron en mi humanidad el aguijón por un país lejano que adivinaba frío pero enigmático y que definitivamente, debía conocer.

El Albergo Columbus era a su vez, sede de la Orden de los Caballeros del Santo Sepulcro, una antiquísima cofradía de nobles caballeros descendientes de los primeros cruzados que entraron a Jerusalén y que muchas veces veíamos en reunión con sus atuendos de cruces de gules. Su presencia hacía perfecto juego con el palacio que ocupaban y con el misticismo que imprimían las construcciones aledañas de la via della Conciliazione que terminaba a pocos metros en la sobrecogedora Piazza di San Pietro.

Por supuesto, nada de ese sombrío ambiente tenía que ver con la caribeña y vertiginosa Caracas que acababa de dejar, con la cual los únicos nexos en ese mundo sin internet ni televisión satelital, eran los ejemplares dominicales de El Nacional y El Universal que semanalmente mi padre me enviaba por correo, para estupor de Sándor quien no podía concebir el derroche de papel de aquellos gruesos números llenos de propaganda y excesos noticiosos.

Hace poco, casi cuarenta años después, Sándor reapareció por obra y gracia del Facebook. Me confesó que tenía cáncer. Evoqué entonces con tristeza, el último momento de nuestro frustrado reencuentro a las afueras de Budapest, meses después de la experiencia romana, cuando con pesar debimos abandonar la capital húngara sin haber podido dar con su dirección durante un accidentado viaje por Europa Oriental. Recordé que la vida de hecho existía en ese entonces sin la ayuda de GPS y celulares (pero que era realmente ardua).

Regresé a Budapest algunos años más tarde. Quería recrear las extravagantes pinceladas que mi mente había almacenado en esa fugaz visita. Había perdido todo contacto con Sándor.
De ese viaje conservo en mi memoria algunas palabras de su complicadísima lengua, la cual no tiene afinidad alguna con otro idioma vivo con la excepción del finlandés, vaya a usted saber por qué. Para que vean la nula relación con las lenguas latinas o anglosajonas, he aquí algunos ejemplos de palabras que se asemejan en varios idiomas, mas no así en húngaro: labdarugas (futbol), Olaszorzág (Italia), egyetemi (universidad), német (alemán).

Sin embargo, no vayan a creer, én nem beszélek magyarul! (yo no hablo húngaro), solo que en esos días, andaba yo errante y feliz, saliendo una noche de un romántico borozo (bar gitano, con violinistas y gatos en los techos de madera) con algunos amigos, cuando al ingresar en mi vehículo con placas extranjeras un joven policía se me acerca con un adminículo que terminaba en un globito y me dice: Fujjia!!. Al ver mi cara de marciano asustado, el compadre insiste: fujja!, fujja!.

Claro! ..me di cuenta: nuestro rendőrség (policía) quería sacar provecho de mi evidente status de turista perdido, esperando que en una prueba con un primitivo alcoholímetro, diera positivo, por lo que debía debía “fujjar” hasta que reaccionara. No recuerdo bien como terminó el episodio, pero en mi memoria quedó grabada éste y otros vocablos, como tributo a una lengua lánguida y extraña como sus taciturnos parlantes.

No sé si Sándor es un típico húngaro (le puedo preguntar aún). Los húngaros son descendientes de los hunos (“dónde pisaba el caballo de Atila no crecía la hierba”) y de los turcos otomanos que dejaron su impronta en la cotidianidad actual de esta particular sociedad. Zóltan, por ejemplo, es uno de los nombres propios más comunes en Hungría y deriva de “Sultán” y Attila es un apellido frecuente. A los húngaros les debemos inventos tan significativos como el bolígrafo y el Cubo de Rubick.

La vida de Budapest se enaltece a ambos costados del Duna (Danubio). No conozco otra ciudad en el mundo que le saque mejor provecho escénico al paso de un rio como la capital húngara. Porque a diferencia con otras metrópolis fluviales, como Viena, Paris, San Petersburgo o Frankfurt, las aguas del Danubio se tiñen en las noches de los subyugantes tintes del oriente, sin dejar de recordarnos su presente europeo. Esta mezcla cultural está especialmente presente en sectores como la cosmopolita Váci utca, (calle Váci) dónde es posible disfrutar de un inmejorable café vienés, arrullado por los melancólicos sonidos de un concierto de cimbalom, ese dramático instrumento de origen gitano cuyas melodías inspiraron a grandes compositores como Bela Bartok y Franz Liszt.

Buda, la ciudad señorial de las colinas y monumentos, huele a lavanda en primavera. Está separada de Pest (la ciudad cosmopolita) por el Danubio, pero unida por primera vez en 1849 por el macizo “Puente de las Cadenas”, el cual fue reconstruido un siglo después, luego de ser volado por los nazis en la  segunda guerra mundial.

Retorné a Budapest luego del colapso comunista. El avión de Málev era todavía un arcaico Ilyushin  de la era soviética y la aeromoza tuvo que sellar con teipe adhesivo una gotera que caía sobre mi cabeza. Pero Budapest exhibía una renovada belleza: era como si a un viejo palacio lo hubieran lavado e iluminado para resaltar su esplendor y por primera vez la elegancia era un adjetivo que podía formar parte de sus múltiplos atributos.

Me empeñé en alojarme en el legendario Hotel Gellért, ese extraordinario monumento al Art Nouveau famoso por sus baños termales y su actuación en varias cintas cinematográficas. Mi anticuada habitación y el rechinar de sus pisos de madera me recordaron el Albergo Columbus con sus caballeros templarios. A la mañana siguiente decidí incursionar en el balneario interior, uno de los grandes íconos de la ciudad. Al extraviarme en sus laberínticos corredores me sentí intimidado por su draculesca arquitectura interior. Era como trajinar por los fríos pasadizos de un castillo en Transilvania, con antorchas en las paredes y puertas con aldabas de acero. En cierto momento al divisar sus sulfurosas aguas, imaginé ver a Morticia, la de los Locos Adams, surgiendo de entre los vapores con su largo traje negro y su sonrisa inmutable.

Sándor y su desafortunado cáncer aparecieron para remover mi conciencia y los recuerdos de Budapest. Tecnologías impensables para el momento en que coincidimos aquella lejana tarde romana, lo hicieron aparecer como por arte de un genio salido de una botella. En el ínterin, el mundo había cambiado y me doy cuenta que, como el ritmo de la vida, yo también lo había hecho.

Pero sospecho que hay cosas inmutables. Como la subyugante atmósfera de Budapest dónde todavía resuenan los cascos del caballo de Atila, acompañados en el fondo por un lánguido cimbalon, mientras en la Váci utca, las bellas descendientes de los magiares llenan de risas y juventud el futuro de un pueblo milenario, enigmático y perenne como las aguas del Danubio que rige su existencia.



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