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Navidad en la Unión Soviética




La nieve que cubría el abeto a la salida de la estación central de trenes de Leningrado esa mañana era diferente a la que yo conocía. No eran las típicas hojuelas apiladas, sino cristales perfectos que reflejaban las últimas luces artificiales de la noche invernal. Comprendí en ese momento el concepto de escarcha, ese material artificial que mi madre solía utilizar en sus arreglos florales navideños que a decir verdad, siempre me parecieron un poco cursis.

Acababa de pasar una extraña noche a bordo del “Estrella Roja”, el emblemático tren soviético que conectaba la capital rusa con la ciudad de Pedro el Grande. Abordo, había compartido mi vagón cama con un japonés absurdo que desempacaba bolsas plásticas impecablemente selladas con cada prenda de vestir que se ponía para dormir durante la noche o al levantarse esa gélida mañana de enero. A ambos nos despertó a las seis, el marcial himno de la Unión Soviética que desde el parlante del techo nos recordó el desdén por la privacidad en la filosofía comunista.

Tonos pasteles azul y rosa pálidos apenas teñían el agua totalmente congelada del rio Neva, a la  altura de la estatua ecuestre del Zar Pedro, la cual parecía luchar contra las pequeñas olas detenidas por efecto de las gélidas temperaturas de ese friísimo invierno ruso de 1980. No obstante, el clima se me antojaba mas benévolo que el que había dejado en Moscú la tarde anterior. El pálido sol de invierno proyectaba su melancolía sobre los bellos palacios de estilo rococó que el empeño de Pedro por occidentalizar la Rusia del siglo XVII dejó como legado de su locura.

En Venezuela, Luis Herrera Campins acababa de ganar la presidencia y yo me encontraba en la Unión Soviética por gentil invitación del embajador venezolano en ese país, con cuyo hijo me unía una amistad.

 “Todos los afiches son de Lenín…, no hay ninguno de Luis Herrera”- le dije por detrás en español a una pareja, a todas luces venezolana por el acento, que hurgaba en una caja de afiches de pobre impresión en una sección de la “Casa del Libro” de la calle Nievski. Los dos personajes se voltearon asustados, sin comprender la chanza ni de dónde había salido la voz, pues me observaron incrédulos y perplejos. Me imagino que mi espesa y triste indumentaria invierno, me hacía pasar por un típico ruso algo desnutrido.

Yo había llegado unos quince días antes a Moscú en un vuelo de Aeroflot desde Luxemburgo con Edith, la otra invitada de Elisio, nuestro amigo. Era víspera de navidad y en la casona de la embajada venezolana me hice amigo de David, un simpático niño de cinco años, hijo del primer secretario de la representación diplomática. Mis deseos de hacerle algún obsequio para navidad me condujeron a “La Casa de los Juguetes”, un enorme y horroroso edificio (como la mayor parte de las edificaciones de la era soviética) que albergaba la única “gran” juguetería de la capital. El cascarón de cemento albergaba un conjunto de estanterías, casi todas vacías. Había una sección para varones y otra para hembras. En cada una de ellas había un solo tipo de juguete para cada género: una muñeca de pasta para las niñas y un carrito de cuerda que “seleccioné” para mi amiguito. Yo mismo ayudé a David a darle cuerda al carrito. Al quinto intento, el pobre juguete saltó despavorido por los aires, desarmándose en varios pedazos y revelando que su humanidad estaba confeccionada de una endeble lata de leche “Klim”.

El embajador venezolano era un personaje pequeño que calzaría una talla no mayor a 37. Desde la llegada del invierno no se había atrevido a salir a la calle por no tener un calzado adecuado para los -25 ° C a los que a menudo llegaba la temperatura en esa ocasión. Su poco dominio del idioma lo limitaba a ir de compras, por lo que yo me ofrecí a acompañarlo a la “Casa de los Zapatos” para tratar de resolver su problema. Y no es que se pudiera decir que yo hablara ruso, pero al menos podía leer unas cuantas palabras y comunicarme muy rudimentariamente. En la horrible zapatería, dos hileras de parroquianos (hombres y mujeres) hacían fila ante sendos mostradores, donde los abúlicos dependientes sólo esperaban dos instrucciones: cuál de los dos modelos exhibidos detrás de ellos era el elegido y la talla necesaria. No había posibilidad de ver el producto de cerca, ni mucho menos probarlo. Toda la operación debía ser hecha en segundos, so pena de que el resto de los clientes protestara tu parsimonia. Después de hacer la cola de los hombres, nos vimos en la necesidad de mudarnos a la de las mujeres, pues la talla de nuestro amigo no estaba disponible para el género masculino. En realidad eso no importó, pues los modelos femeninos eran muy parecidos a los de los varones. Una vez realizada la operación, el par de zapatos fue envuelto rápidamente en papel periódico (sin imprimir) y amarrados con un mecatillo de fibra vegetal, para asombro de nuestros capitalistas ojos.

El carro del embajador era un estrambótico Cadillac Rojo con tapicería blanca y una bandera tricolor ondeando en la antena. Cuando salíamos a comer a algún restaurant la gran cantidad de curiosos que se arremolinaban alrededor del automóvil nos impedían a menudo ingresar al mismo. Después de entrar al interior del estrafalario vehículo, los melancólicos rusos nos veían siempre con una lánguida mirada de curiosidad que me intimidaba.

Pero en la embajada había también un “Shiguli”, un modesto carrito soviético en el que a menudo salíamos el hijo del embajador y sus amigos. Una vez recorriendo “Kalinin Prospect”, una de las avenidas más anchas de Moscú, nos sorprendió una súbita nevada. El tráfico se paró inmediatamente y atónitos, vimos como la mayoría de los conductores se bajaban de sus vehículos para instalar en el exterior de sus parabrisas, las escobillas o “wippers” para limpiar la nieve que caía. Aparentemente la escasez de piezas de recambio obligaba a los moscovitas a esconder cualquier accesorio que pudiera ser robado en un descuido.

Yo llegué a la conclusión de que todos los restaurantes de la capital soviética se alimentaban de una única y gigantesca cocina (¿“La Casa de los Restaurantes”?) pues todos, absolutamente, todos, independientemente de su nombre (Habana, Pekín, Aragbi o Varsovia) exhibían la misma carta compuesta por los impelables arenques aceitosos, las ensaladas de legumbres y los “borsch” de remolachas con crema agria, además de caviar y vodka.

Lo que si pude comprobar fue que la calefacción de la ciudad provenía de una única gran caldera que enviaba vapor de agua por tuberías hasta las paredes de cada casa. Pero ese invierno las tuberías de las paredes de la embajada se congelaron. Recuerdo entonces que nuestro amigo el embajador envió a Valodia, el chofer, a recorrer Moscú en búsqueda de todos los calefactores eléctricos que pudiera conseguir. Fue así que un montón de pequeños radiadores adosados a las paredes intentaron en vano hacer funcionar la calefacción adecuadamente. La noche de año nuevo fue celebrada alrededor del horno de la cocina dónde titiritando de frío, cocinamos con la puerta del horno abierta, la última cena del año: unos criollísimos plátanos maduros que habían llegado en la valija diplomática desde Venezuela. La BBC de Londres comentaba en la radio que las temperaturas en Moscú rompían records esa noche, mientras nos dábamos el abrazo de nuevo año.

Creo que fue esa misma noche que me despertaron los gritos de la esposa del embajador. La cobija eléctrica que Valodia había comprado para ellos hizo cortocircuito e incendió el honorable colchón de la pareja que pedía auxilio para evitar una catástrofe diplomática. Todo en la embajada debía ser discutido en forma muy discreta y el embajador nos advertía sobre no hacer críticas al sistema en voz alta, pues temía que la representación diplomática estuviera minada de micrófonos ocultos
.
El termómetro ubicado cerca de la estación de metro Mayacovskaya señaló esa mañana -33°C. Yo lo observé antes de entrar y me percaté en ese instante que había dejado mi cámara fotográfica en la recepción de la embajada. Nervioso, por temor a la pérdida de mi querido instrumento, retiré involuntariamente de mi mano el guante izquierdo para agarrar el auricular de un teléfono público cercano e intentar llamar a la secretaria de la embajada. La mano desnuda y el metálico auricular se adhirieron inmediatamente al hacer contacto, como si tuvieran “crazy glue”. Un dolor  indescriptible me recorrió todo el brazo al querer separar el cacho telefónico de mi siniestra, la cual, quizás por delgada, acusaba ya signos de congelación. Después una luz blanca se apoderó de mis sentidos cuando traté de alcanzar finalmente, la entrada de la estación del metro; de seguido, al abrir los ojos, observé atónito a unos pasajeros que me hacían preguntas, mientras yo yacía acostado en un banco: “jarrachó?”. “-Da, spasiba!” les respondí sin entender cabalmente lo que había pasado.

Días más tarde tomaba un tren de regreso a occidente. Era difícil sospechar en ese momento que diez años después el imperio soviético colapsaría hundido por el peso de su fracaso para reparar las necesidades más elementales de sus grises habitantes. Había en ese momento otras razones que pudieran justificar su aniquilación, como las inherentes a la Guerra Fría y su amenaza en convertirse en una conflagración nuclear.

El tren que me transportaba cambió de locomotora al pasar la frontera polaca. Observé con curiosidad que muchos pasajeros corrían al recién enganchado coche restaurant y regresaban con botellitas de Coca Cola, impensables en un tren ruso. La llegada a Berlin Oriental no estuvo exenta de dramatismo. Un guardia interrumpió en mi compartimiento y pidió mi pasaporte. “Venezuela!”Exclamó- “Das ist sehr Weit..!” Paso seguido procedió a inspeccionar mi equipaje y los recodos de cada asiento con un espejo extensible. Era de noche, pero el paso de Berlín Oriental al Occidental era como si una película en blanco y negro de repente cobrara color y todas las luces del mundo, de repente te recordaran la alegría, ese rasgo humano tan extraño en los rostros soviéticos.

Hace una semana se cumplieron 25 años del derribo del Muro de Berlín y del comienzo del colapso del imperio comunista. Mi mente se retrae a esa invalorable experiencia de haber palpado en varias oportunidades, con todos mis sentidos y por pura curiosidad intelectual, el mundo del comunismo real y sus habitantes.

Es inevitable establecer comparaciones: los recuerdos de ése y otros viajes me retraen a la situación actual de Venezuela y la paulatina pérdida de la sonrisa en sus habitantes. Pareciera como si poco a poco se estuvieran apagando las luces multicolores que han caracterizado nuestra legendaria cordialidad.

 Pero para consuelo de mi alma, me doy cuenta que, como dijo aquel famoso filósofo adeco, los venezolanos no somos rusos. Ni estamos más en el siglo XX.

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