Cuando en un día de julio de 1498 Cristóbal Colón pasó por Boca de Serpiente, esa estrecha garganta que separa el Delta del Orinoco de las costas de Trinidad, pudo observar que el agua era bastante dulce por lo que la presencia de un gran rio era inminente. Si esto era cierto, lo que estaba observando no era una islita más, sino la esperada Tierra Firme. A esta masa continental la llamó Tierra de Gracia y no dudó en situar en ella el Paraíso Terrenal.
Capure y Pedernales son las últimas poblaciones que acaricia
el Padre Orinoco antes de su espectacular matrimonio con el Océano Atlántico,
en el caño Mánamo, uno de sus brazos finales. De este lugar nos separan unas
cuatro horas en lancha rápida desde Tucupita, la capital del Estado Delta
Amacuro.
Es la tierra de los remotos Warao, dueños de estas aguas mucho antes que Colón imaginara la Tierra de Gracia. Sus palafitos pueblan las riberas de los caños teniendo de fondo la selva impenetrable y deslumbrante de los vitales moriches, las acacias encendidas y los prolíficos palmitos. De los monos capuchinos, los pumas silenciosos, las toninas tornasoles y las ruidosas nutrias.
Es la tierra de los remotos Warao, dueños de estas aguas mucho antes que Colón imaginara la Tierra de Gracia. Sus palafitos pueblan las riberas de los caños teniendo de fondo la selva impenetrable y deslumbrante de los vitales moriches, las acacias encendidas y los prolíficos palmitos. De los monos capuchinos, los pumas silenciosos, las toninas tornasoles y las ruidosas nutrias.
Años atrás yo había tenido la suerte de conocer un pequeño
riachuelo del ancho de mi palmo, que emana de las estribaciones del Cerro
Delgado Chalbaud en el estado Amazonas. Es éste uno de los parajes más remotos
e inaccesibles de nuestra geografía. La fotografía de mi mano abarcando el caudal
del naciente Orinoco se ha extraviado, pero no mi intención de recorrer su
cauce hasta su rendición ante el océano.
Antes de la llegada a nuestro campamento, una prolífica
familia de monos capuchinos nos regala un insólito espectáculo de acrobacia
entre los árboles de la orilla en el cual participan hasta los más pequeños,
mientras el más curioso es presa de la fascinación por nuestra presencia. La
parada de nuestra embarcación es detectada por un grupo de toninas o delfines
de rio, quienes no dudan en investigar quiénes somos realizando saltos a
nuestro alrededor, descubriendo sin pudor sus vientres color rosa.
Hasta la llegada de la revolución bolivariana, la simbiosis
de los Warao con su ambiente había permanecido casi intacta. Son los reyes de
la maraña de agua. En sus curiaras han remontado por miles de años los caños
intrincados, transportando a sus palafitos los frutos y palmas del moriche y
los morocotos, curbinatas, pirañas y lapas que constituyen la base de su
economía, la cual complementan con trueques de mercancías secas con las
poblaciones consolidadas de las tierras secas.
Pero la revolución bolivariana decidió que su existencia debía
dignificarse y emprendió con un loable pero polémico programa de dotación de bienes
de nuestra modernidad a la mayor parte
de las comunidades palafíticas.
Es así como los remos fueron sustituidos por motores a
gasolina; se construyeron en tierra firme casas de cemento, escuelas con acceso
a internet; se llevó la luz eléctrica y filtros para agua potable. Se
incorporaron las familias a las misiones sociales, comenzaron a percibir un
ingreso en metálico, con el cual adquirir alimentos procesados y tecnología.
El paisaje humano comenzó a cambiar. El Delta Amacuro se
convirtió en el estado mas “chavista” de Venezuela con más del 80% de la población
oficialista.
La incorporación de las comunidades indígenas a la cultura “criolla”
ha sido siempre un tema de la polémica política. Los partidarios del “feliz
salvaje” abogan por el aislamiento total, por mantener intactas las culturas y
tradiciones de las etnias milenarias. El blanco criollo no tiene derecho a
intervenir los pueblos originarios, a los verdaderos propietarios de nuestra
geografía
.
.
Los partidarios de la
asistencia cultural aducen que es tema de justicia social el llevar la
educación y la salud a las comunidades indígenas, pero estimulando el carácter autóctono
de sus tradiciones, incluyendo sus lenguas. Esta última tendencia parece ser la
intentada por el gobierno chavista.
Ocho años más tarde de mi primera visita al Delta del
Orinoco, las contradicciones afloran como el amarillo de los araguaneyes de las
orillas.
Alexis es nuestro guía Warao. Nació en territorio guyanés,
por lo que habla un perfecto inglés. Nos cuenta con tristeza que, poco a poco,
los indígenas han vuelto a cambiar los motores fuera de borda regalados por el
gobierno, por los remos. “Es que cuando
se dañan, los repuestos son muy caros para los bolsillos warao y simplemente
los abandonan”.
Observo una comunidad de casas de cemento construidas en
tierra firme en sustitución de los primitivos palafitos de madera. La mayoría
de las viviendas ya no tienen puertas, ni ventanas y exhiben un ruinoso aspecto.
Y es que en su hábitat original el viento era huésped permanente y la
contemplación perene del rio forma parte de su libertad. El gobierno parece
haber comprendido este primer fracaso y rio arriba intenta enmendarlo con un mas aterrizado de ensayo comunitario donde las
viviendas se asemejan mas a sus tradicionales palafitos.
Mas adelante una enorme construcción con el tradicional
techo de moriche llama mi atención. Esta llena de familias indígenas en un
improvisado desorden. Alexis me explica que es un campamento turístico que el
gobierno comenzó a construir para apoyar la economía local, pero como muchos de
los intentos, ha quedado abandonado desde hace años. Los warao lo han invadido
y ahora funge de vivienda comunitaria.
Llegamos a una comunidad aparentemente tradicional. Los
palafitos dominan el paisaje, pero al observar en su interior (no hay paredes) nos
llama la atención que en todas las viviendas hay una lavadora eléctrica de fabricación
china y equipos de sonido con monumentales altavoces. No le encuentro sentido a
las lavadoras, Los warao disponen de toda el agua del mundo para restregar su
ropa en los troncos de los caños, sin necesidad de detergentes contaminantes.
Le pregunto a Alexis por qué las escuelas están vacías en un día
de semana. Me explica que no hay docentes suficientes, pues la mayoría
provienen de Tucupita y el transporte es deficiente.
Llegamos a Pedrenales. La impronta de la revolución está
presente por todos lados. Es un pueblo extraño de calles de concreto donde no
circula ni un solo carro.
Vistamos el CDI (Centro de Diagnóstico Integral) asistido y
administrado por médicos cubanos. Es un lugar limpio y ordenado dónde una
cartelera a la entrada exhibe imágenes a colores de Bolívar y José Martí que
flanquean a las de Chávez y Fidel respectivamente. La bandera cubana sirve de
centro a las fotos de los médicos que componen la nómina. Nos recibe
amablemente una negra con fuerte acento cubano que nos invita a conocer el
lugar.
El abasto general está dotado de la mayoría de los bienes
esenciales que no se consiguen en las ciudades venezolanas. Nos explica la
dueña que ella los compra a los revendedores que los traen por barco. Los
precios son absurdamente altos. La doña no parece padecer la tortura reguladora
que castiga al resto de los comerciantes en las poblaciones de tierra firme.
Más adelante nos topamos con un cibercafé plagado de niños
warao que en horas de escuela juegan alborotadamente “Counter Strike” vociferando
en su lengua melodiosa.
Algunos bares regentados por trinitarios completan el loco paisaje
de esta, la última población de nuestra frontera oriental, frente a Océano.
Esa noche, de regreso a nuestro campamento y
acompañado por un buen malbec, mi cabeza no deja revolotear las contradictorias
imágenes de ése día. ¿Resultarán en vano los intentos de la revolución chavista
por incorporar a la modernidad a estos dignos compatriotas milenarios? ¿Tiene
sentido hacerlo? ¿Será que estamos regalándoles peces en vez de enseñarlos a
pescar? ¿Habremos cambiado su primitiva y feliz comunión con su frágil
naturaleza por la bacanal cultura de ron y el reggaetón y las tentaciones del
materialismo que tanto critica la nomenklatura que nos gobierna?
Lo que si es cierto es que cualquiera que sea el destino de
estas admirables comunidades, tenemos que hacer todos los intentos posibles por
preservar incólume su legado cultural, su simbiosis con la selva y el moriche.
Pero sobre todo, tenemos que hacer esfuerzos por mantener intacta la inmaculada
selva y la maraña de agua que emocionan hasta el paroxismo con su salvaje
belleza.
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