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Los venezolanos no somos suizos



Esa tarde, un amigo de Sofía nos había invitado a un refrigerio en su apartamento de Ginebra. Yo debía volar esa noche a Lisboa, ya de regreso a Venezuela. Después de un refrescante Aperot y una suculentas pizzas caseras, decidí que era hora de agradecer la deferencia y enrumbarme al aeropuerto que por cierto, está ubicado en la línea fronteriza con Francia. 

Sofia me acompaña a la parada de bus No. 6, que según ella, me llevaría directo al terminal aéreo y paga con su pase electrónico. 

Subo con mi "carry on" y me despido con la emoción que dejan diez  inolvidables días de reencuentro familiar.

En este punto debo contar que la línea telefónica que había comprado en Portugal funciona perfectamente en toda Europa, menos en Suiza que, al no pertenecer a la Unión Europea, es una verdadera singularidad, pues tampoco acepta el euro como moneda. Al subir al bus, me percato que además, me había quedado sin un solo franco suizo, un detalle menor pues estoy a punto de abandonar el país del queso gruyere.

Pero resulta que según el trazo que señala el Google Maps de mi teléfono,  el bus No.6 que en un principio se dirigía en sentido al aeropuerto, sigue de largo, ante lo cual me levanto de mi asiento y le pregunto al conductor si efectivamente se dirigía a mi destino. El hombre, de rostro rojizo y pelo cenizo me dice sin inmutarse, "pas de tout, monsieur!" y a continuación me indica que debo tomar el bus No. 57 al otro lado de la calle.

Presuroso, atravieso con mi maleta la calle y me situo en una parada cercana, pero inmediatamente me doy cuenta que no tengo como pagar el nuevo bus ni como notificar a Sofía de mi infortunio. Mi cabeza da vueltas tratando de encontrar soluciones, cuando de pronto, y en una escena "muy poco suiza" el conductor de otro autobús que pasa en sentido contrario por la parada, se asoma por la ventana y nos grita a todos algo así como: "esta bloqueado, tienen que ir más abajo..." Todos nos miramos desconcertados, pero al final, el grupo hace caso a la recomendación, menos yo que no se que hacer pues total, ¿como diantres me voy a subir al 57 sin un centavo?

Decido caminar siguiendo al grupo y a los cien metros veo pasar al bendito 57 en dirección al aeropuerto. Aterrado, me doy cuenta que, posiblemente acabo de perder mi última oportunidad de llegar a tiempo a mi vuelo. 

Resignado, veo mi Google Maps y me doy cuenta que estoy relativamente cerca del terminal. Decido caminar con mi maleta a rastras en un intento fatuo por no quedarme como un bobo sin hacer nada. Decido no mirar el reloj. 

La caminata se hace interminable pues el mapa es engañoso: no se observa ningún movimiento de tráfico o pasajeros en los alrededores, lo cual me hace pensar que, en realidad, me encuentro muy lejos del terminal. En realidad es una zona de oficinas de diferentes servicios aéreos. A mi lado pasa una autopista de cuatro carriles y la próxima parada del 57 queda al otro lado de esta vía. Por supuesto, no hay cruces peatonales. Sigo caminando, pero una dosis inesperada de adrenalina me hace tomar una decisión: voy a atravesar la autopista a la manera de los carricitos de Petare cuando atraviesan corriendo la Francisco Fajardo a la altura de La Urbina, y voy a encaramarme de negro en el bendito 57. Ya había preparado un discurso para el conductor en caso de que me pillara por no pagar el boleto. Espero que el tráfico disminuya y me lanzo con mi maleta a cuestas a cumplir mi hazaña. Estoy seguro que voy a ser grabado por cámaras de seguridad, pues ¿como no va a haber cámaras de seguridad en una autopista suiza?

Desarrollo mi coartada por si me llevan preso. Sudando, pues hace calor, logro llegar al otro lado y a unos cien metros diviso la parada de bus. El próximo 57 llega en siete minutos. 

Me bajo en el Terminal de salidas, pero me niego a ver la hora hasta pasar los controles. Mi celular se activa con el wifi del aeropuerto y descubro que tengo sopotocientas llamadas de Sofi. 

Afortunadamente, todos los controles son electrónicos y muy expeditos.

Me doy cuenta que estoy bañado de sudor y temo haber perdido mi vuelo al verificar que estoy a cinco minutos de la hora del embarque.

Una hora después, estoy abrochandome los cinturones. Para mi buena fortuna, el vuelo se había retrasado. 

Medito sobre mi aventura y concluyo que estoy allí sentado gracias a mi formación como venezolano: a ningún suizo de le hubiera ocurrido atravesar una autopista saltando cercas con una maleta, y menos montarse a un autobús de negro. 

Tenía razón, Manuelito Peñalver, presidente de Acción Democrática en los años 90, cuando, ante una incómoda pregunta de un reportero declaró: "Los venezolanos no somos suizos!!"

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