A principio de los sesenta, mis padres dirigían una institución educativa ubicada en San Bernardino, que para este entonces era una tranquila urbanización caraqueña. Estando yo pequeño, llegaron como conserjes una pareja de portugueses bastante desaliñada y francamente maloliente. Es muy posible que la convivencia con esa pareja de inmigrantes haya distorsionado por mucho tiempo mi noción de Portugal como país. Total, era yo un carajito incapaz de tamizar las generalizaciones, y quizás Portugal era en realidad ese entonces un país muy pobre. En efecto, de ese país provino una gran oleada de trabajadores dispuestos a doblar el lomo por esta nueva tierra y aportar con su esfuerzo nuevos íconos al paisaje venezolano.
Alimentado
por esos paradigmas, mis primeras visitas al viejo continente siempre pasaron
por encima del pequeño país ibérico, a quien veía con la apreciación sesgada
que hoy pudiera aplicarse a un país como Albania o Moldavia.
Pero
resulta que a mediados de los años setenta, al igual de lo que sucedió en
España con la dictadura de Franco, el prolongado mando absolutista de Oliveira
Salazar, cuyo empecinamiento en mantener la estructura colonial de ultramar había
llevado a Portugal a la bancarrota, fue depuesto por la Revolución de los
Claveles, un movimiento de corte socialista (similar al del PSOE de Felipe
Gonzalez). A partir de ese momento, al igual que su vecino, Portugal comenzó a
integrarse aceleradamente en la modernidad europea. Por cierto, si se me
permite la digresión, este hecho y su símil español demuestra lo equivocados
que están los cultivadores del pensamiento lineal que sostienen que todos los regímenes
socialistas han sido nefastos o que todos los gobiernos capitalistas han sido positivos.
En el caso de estas dos naciones hermanas, su inserción en el concierto de las
modernas democracias europeas, comenzó precisamente con gobiernos honestos y
progresistas de corte socialista.
Pero ese es
otro tema. Lo que realmente quería contarles es que, como consecuencia del
aislamiento como país que sufre esta Venezuela de la década de los 20, el
destino determinó que los gringos me dieran cita para renovar mi visa en la
capital portuguesa (Venezuela actualmente no tiene relaciones diplomáticas con
“El Imperio”) y decidí aprovechar la ocasión para reunirme con Sofía y Augusto,
que como residentes europeos, si habían visitado Portugal en varias ocasiones y
me habían hablado de sus maravillas.
El Airbnb que
habíamos alquilado estaba ubicado en un edificio construido en 1910. Mi primera
impresión estuvo condicionada por su diseño vanguardista e iconoclasta. Mas
tarde descubrí que esta pasión por el diseño interior contemporáneo se repetía
con pasión en casi cualquier establecimiento comercial de los alrededores. Que
buen gusto tienen estos portugueses!, pensé. Cuan equivocado estaba yo con la
idea de que cualquier ambiente portugués estaría plagado de cursis imágenes
iluminadas de la virgen de Fátima y retratos de Cristiano Ronaldo…!
Luis es el
dueño del apartamento y un día al salir, lo encontramos. Inmediatamente nos
invita a su taller a ver su obra. Luis no pudo tener una pasión artística más
portuguesa: es ceramista de azulejos. Nos explica toda la técnica, desde los
tintes de óxido de cobre hasta el cocimiento de los mosaicos para adquirir la
consistencia vidriosa. La historia de Lisboa está narrada en sus paredes a
través de esos, a veces extrañas y arcaicas baldosas.
Las excusiones
por la ciudad empedrada, de serpenteantes y pintorescas colinas recorridas por
tranvías, nos recuerda a un gigantesco MontMartre, pero con el océano azul de
fondo. Las hordas de turistas pululan encantadores cafés ubicados en terrazas con
vistas sobrecogedoras. Definitivamente, es emocionante perderse en esas
callejuelas llenas de sorpresas, de castillos medievales y establecimientos
gastronómicos impregnados del olor del Mediterráneo.
Si bien es
cierto que no me esperaba una ciudad tan acogedora, tan llena de personalidad, más
me impresionó encontrar un país absolutamente de primer mundo, con un estándar
de vida que no tiene nada que envidiar a cualquiera de sus pares de la Unión
Europea. Los portugueses me resultaron cultos, amables y, multilingües (a
diferencia de sus vecinos españoles).
Lisboa no
tiene la jactancia de Paris, la gastronomía de Roma, la formalidad de Londres o
la riqueza arquitectónica de San Petersburgo o Praga. Pero es encantadora, alegre,
charmante como dirían los franceses.
Evidentemente,
siete días no son suficientes para realizar una radiografía certera de un país,
sobre todo si la visita la circunscribimos a la capital y sus alrededores. Por
razones logísticas, decidí volar a Ginebra una vez renovada mi visa americana.
Esa mañana
en el aeropuerto repasé todos los sabores y sensaciones que dejó mi paso
furtivo por el país de Fernando de Magallanes y concluí que sería un lugar en
el que podría vivir feliz el resto de mis días.
Excelente, como siempre. Muy didáctico y al mismo tiempo personal.
ResponderEliminarLo único , para mí, q no soy puritananista, es el "carajito"" desentonate
e e inecesario
Además, vuelves a demostrar tu habilidad en articular pasado con presente y lo anecdótico con lo histórico.
ResponderEliminarTe vas a vivir a Portugal????
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