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Big Bear y los Sesenta



Por razones que sería complicado explicar, decido pasar el viernes y sábado de Semana Santa en una simpática aldea ubicada en una zona montañosa de California. Big Bear Lake (así se llama el lugar) está enclavado en un valle dominado por un luminoso lago y rodeada de hermosas montañas nevadas. Mi idea original era la de una desconexión total de la realidad, previa a unas sesiones de trabajo en el área de Los Angeles.

Con ese propósito en mente, subo las empinadas crestas que conectan el valle de San Bernardino con el National Forest por una sinuosa carretera que pudiera equipararse en su pendiente, con el trecho que conecta a Chachopo con Apartaderos, donde la Loca Luz Caraballo contaba los luceros. Con algunas ideas previas en la cabeza, decido adentrarme en las afueras boscosas en búsqueda de un alojamiento no convencional. Es así como al final de una camino rural, encuentro una vieja señal en madera con la leyenda “Bed and Breakfast”. Era difícil imaginar que alguien pudiera ofrecer posada en tan escondido paraje, pero la cercanía del lago me impulsó a tocar la puerta de una vieja pero acogedora cabaña, una típica “Log Cabin” de los cuentos anglosajones.

Me abre la puerta una mujer madura de ojos azules desteñidos, tan desteñidos como su cabello; el paso del tiempo parecía haber transformado sus dorados tonos en el color de la paja seca. –“Hola, soy Loretta”.

Sin muchos preámbulos, Loretta me extiende un pequeño formulario para que rellene mis datos. Después de hacerlo, los lee. Su cara cambia de expresión, sonríe y emite un grito. Yo me sorprendo y pienso “¿Será que la palabra Venezuela la habrá intimidado y pensará que está a punto de alojar a un comunista del siglo XXI?”.

“You are just one day younger than me!” Exclama con excitación al ver mi fecha de nacimiento. “Bienvenida entonces al club de los sesenta” – Le digo, recordando que en un mes estaré rayando ese tenebroso número y la conversación versa sobre las consecuencias de entrar en ese intimidante período de la existencia.

El patio de Loretta está rodeado de pinos hasta el infinito. No hay nieve pero si una enorme capa de bellotas que convierte el piso de su bosque en una espesa alfombra marrón. Me siento en una mecedora, como las que tenía la madre de Forrest Gump en su porche. Leo “Personas” un libro de Carlos Fuentes, mientras Loretta me prepara un café. En un capítulo dedicado a André Malraux, el escritor y ministro de cultura del general De Gaulle, me encuentro de pronto con esta inoportuna y coincidencial cita: “hacen falta sesenta años para hacer un ser humano y después solo sirve para morir”. Decido con sobresalto, dejar hasta allí la lectura y mi mirada se pierde en el espejo de plata con el que el lago anuncia el inicio de la tarde.

Había decidido al dia siguiente, adentrarme en una de las montañas nevadas cercanas y llegar hasta Castle Rock, una formación de piedras ubicada a unos 8500 pies de altura. La cocinera de Loretta es mejicana y me prepara unos extraordinarios huevos rancheros con papas, pimientos y tortillas de maíz. Con ese inmejorable pertrecho comienzo una hora mas tarde mi ascenso, tratando de evitar la nieve ya que mis zapatos tropicales no están preparados para esa aventura.

El ascenso parece sencillo y el frío resulta más que tolerable, pero pronto me doy cuenta que soy el único ser humano en el solitario paraje y el miedo de extraviarme me hace recordar los consejos de Bear Grills, el loco aventurero que recorre parajes inhóspitos con la sola asistencia de su navaja.
Después de unas tres horas de caminata diviso la impresionante formación de piedras, Castle Rock, el “Castillo de Rocas”. Está rodeado de una espesa capa de nieve pero mis ganas de escalarlo logra persuadir a mis zapatos de tela que la nieve está lo suficientemente seca para no correr peligro.
Mi corazón late con fuerza cuando llego a la parte rocosa. Los profundos acantilados que separan una roca de la otra me retraen a la película 170 Horas en la que una aventurero solitario se ve obligado a cortarse el brazo atrapado entre las piedras, con la ayuda de su navaja suiza. Pero me doy cuenta que ni siquiera tengo navaja. Sería una interesante forma de no llegar a los sesenta, pensé para mis adentros.

No sé si fue una mezcla de adrenalina con agotamiento, pero al llegar a la cima caigo tendido sobre una roca plana, cierro los ojos y una sensación delirante comienza a proyectar confusas imágenes en mi mente: “hacen falta sesenta años para hacer un ser humano y después solo sirve para morir”. La frase acentúa mi sopor. En unos instantes el viento comienza a soplar con fuerza y su irrupción en los altos árboles de pinos genera sonidos fantasmales. Me imagino que un tornado levanta mis sesenta años de historia y como Dorothy, me veo caer en la Tierra de Oz donde extraños personajes inician un juicio sobre lo que he hecho y dejado de hacer. “The Wicked Witch” expele una horrible carcajada sobre mi. Se burla de mis errores mientras da giros con su escoba sobre Castle Rock. Se proyectan imágenes monocromáticas de los años sesenta y setenta, cuando Venezuela parecía un país invencible y exhibíamos los mejores indicadores de crecimiento del planeta. Luego, de la ignominia de los ochenta y noventa con su carga de verdades. A partir del 2000, el camino de ladrillos amarillos que debe conducir a Oz, desaparece o simplemente no lo pudimos ver. O no tuvimos la inteligencia para verlo. Me veo reflejado en el Espantapájaros pero también en el León Cobarde. La Bruja Mala sigue riendo cuando una ráfaga invernal me hace volver a la realidad. Había pasado casi una hora.

El trayecto de regreso se hace mas benévolo y, contrario a lo que temía, no me siento perdido, aunque al final me desoriento y no logro encontrar el lugar dónde había dejado mi carro. Al localizarlo, decido apurar el paso pues el hambre me agobia. No habían transcurrido trescientos metros cuando veo una animal que se me atraviesa. Es un gato enorme. Freno en seco y me le quedo mirando. Tiene unas enormes orejas en punta y unas aristocráticas patillas que se proyectan hacia los lados. Él también me observa. Trato de localizar mi celular para congelar el recuerdo, pero cuando estoy listo él ya se ha adentrado en el bosque.

Llego donde Loretta con la excitación de quien ha hecho un gran descubrimiento y le narro lo que acabo de ver. Loretta solo murmulla – “No sé quien habrá sido el bobo que inventó estos teléfonos sin teclado”, mientras en su mano trata de manipular su nuevo Iphone. Le vuelvo a contar con impaciencia sobre mi gato. “How big was it?”- me pregunta. “De este tamaño”- le digo extendiendo mis brazos. “Exageras”, responde. “los Bobcats son mas pequeños y debe haber cientos en este bosque. Nunca nadie ha reportado ningún incidente con ellos.”

El ocaso multicolor sobre el lago y mi encuentro con “Bobcat” logran una reconciliación quizás lisonjera conmigo mismo. El esfuerzo de la solitaria ascensión a Castle Rock me convence de lo vigorizante de las dificultades en la formación del ser humano. “Al diablo con Malraux y el resto de su pavosa frase” – me digo. Al recordar la mañana en Castle Rock y después de haber conocido a “Bob”, decido que es preferible adherir por el momento, una frase de García Marquez que siempre me ha parecido genial: “Esta vida es lo mejor que se ha inventado

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