"Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha". Así comienza Doña Barbara, la novela, y así comienza nuestro viaje por las tierras amazónicas de los piaroa. El bongo es la embarcación típica de los grandes ríos venezolanos. Es una gran canoa techada con "fueraborda", manejado por un capitán y, en nuestro caso, dos pilotos auxiliares en la proa dotados de canaletes para esquivar los raudales y bancos de arena que emergen cuando las aguas están bajas.
Un teniente de la guardia nacional, ataviado de "Rango" nos advierte en el puerto de Samariapo, con infundado dramatismo, sobre los peligros que enfrentaremos en los próximos días: malaria, tigres, tarántulas, serpientes y de todos los demás espíritus malignos de la selva amazónica.
Las aguas
turbias del padre Orinoco evitan mezclarse con las corrientes oscuras del río
Sipapo cuando se encuentran al sur de la Isla Ratón. El Sipapo se adentra en la
selva como una gran anaconda. Lo contemplan algunas aldeas de piaroa cuyos
niños juguetean en el agua y las mujeres lavan sus ropas.
Más
adelante, Boca del Autana señala la integración del río Autana con el Sipapo.
Es una comunidad piaroa liderada por Ramona, una nativa inteligente de carácter
recio que nos cuenta la historia de cuando los piaroa bajaron hasta Tama Tama
para ser adoctrinados por los gringos de las Nuevas Tribus, antes de que el
gobierno de Chavez los expulsara de Venezuela.
Navegar por los ríos del Amazonas venezolano es como remontarse a los tiempos cuando no habían aparecido los hombres. La selva no es silenciosa: loros, guacamayas, picúas y tucanes compiten en el aire con el rumor de los raudales. Una familia de nutrias juega en la orilla, las toninas aparecen furtivas mostrando su peculiar rosado salmón. La humedad y el sopor cubren las oscuras aguas con ligero manto nebuloso. De vez en cuando enormes playas de arena blanca invitan a una pausa. Un ocelote negro advierte nuestra presencia y se devuelve a la espesura.
Caminar en
la jungla puede ser extenuante. La humedad hace que el sudor empape tu
humanidad y que tu cerebro se recaliente. Afortunadamente los riachuelos se atraviesan
constantemente y puedes recargar tus envases, pues debes acostumbrarte a beber
las oscuras pero cristalinas aguas de la selva. Nuestro guía extrae una
tarántula de su nido. Mas adelante una ranita nos advierte con sus intensas
manchas amarillas de que no debemos tocarla. Ezio, un indiecito portador de los
instrumentos de cocina se detiene de pronto y nos señala una enorme serpiente
entre la hojarasca. Ésta no parece asustarse con nuestra presencia, pues mas
bien voltea su cabeza para tratar de entender quiénes somos.
El lago Leopoldo es un negro agujero circular en medio de la espesa jungla esmeralda. Su presencia es intimidante. Ningún indicio humano perturba sus alrededores. Llegar allí, después de horas de navegación y de caminata es, sin duda, un acto de irreverencia, de irrespeto hacia su milenario aislamiento. Yo me vi obligado a pedir permiso a su superficie de obsidiana antes introducir mi humanidad en sus aguas, agobiado por el calor. Ningún riachuelo lo alimenta, lo cual hace mas misteriosa su existencia.
Dicen que
el rey Leopoldo III de Bélgica llegó hasta allí en 1952, pero nadie lo puede
asegurar, aunque le heredó injustamente su nombre.
De regreso, nuestro rústico campamento a los pies de una espumosa cascada que forma decenas de pozos refrescantes, nos alberga para una noche lluviosa y mística. La laboriosidad y amabilidad de nuestros compañeros piaroa, responsables de la logística de la expedición nos intimida y nos hace pensar que esa es la verdadera esencia del venezolano, tan vapuleada y distorsionada durante todos estos años de degeneración política.
El indio
Wichü tuvo el atrevimiento de derribar con su hacha, el árbol de la vida. Hasta
ese momento, el Autana había prodigado a los piaroa con sus frutos y mieles.
Pero la hazaña le costó caro: el árbol le cayó encima, fulminándolo en el acto.
Su silueta sirve ahora de fondo como recordatorio de su pecado original. Wichü
es la "Eva" de los piaroa tal como Macunaima es el de los pemones
cuando derribo el Wadaka, formando así al Roraima.
Ceguera es el final del viaje por el río Autana. Dicen que se llama así por la niebla que normalmente arropa a esta comunidad piaroa. La verdad es que el aire allí es tan espeso y húmedo que cambia los colores de las cosas y hace que el imponente Cerro Autana luzca como un lienzo azogado. Las enormes lajas graníticas perturban el paso sereno del río cuyas aguas rompen en raudales burbujeantes. En la tarde, el calor acumulado en esas piedras constituye el único medio disponible para secar la ropa mojada por tanta humedad.
Es noche
cenamos una enorme Payara, pez de rostro diabólico recién capturado por Mario
Chipiaje, nuestro veterano baqueano de la jungla. Acompañamos el condumio con mañoco tostado,
esa saludable harina de casabe típica de la cocina amazónica. Unas enormes
langostas desorientadas en su vuelo por las luces de nuestras linternas golpean
nuestros cuerpos como proyectiles mientras comemos.
Definitivamente,
hay experiencias que marcan la vida.
Para mí,
por ejemplo, el viaje por carro desde Roma a la Unión Soviética de 1976, mi
primer viaje a esa Gran Sabana venezolana virgen de 1972 o el encuentro con los
yanomami en la expedición por el Putaco de 1992, constituyen memorias muy
intensas por las emociones acumuladas, diversas en cada caso. No obstante
tienen un denominador común: el asombro ante lo desconocido, ante lo
inesperado.
Es muy
diferente a lo que puedes sentir cuando visitas el mundo convencional, al mundo
que ha sido reseñado con hastío, pues ya cargas en tu memoria una imagen
preconcebida que vas a corroborar o a modificar, pero en ningún a sembrar por
primera vez.
Esta
aproximación por el Amazonas venezolano deja un sabor perenne en el paladar. Es
lo mas próximo al mundo de los espíritus ancestrales, a las cosmologías primigenias
y a los americanos originarios. Pero también es, sin duda, un reto a tu
humanidad acostumbrada a las sábanas blancas, al agua con hielo y a los baños
tibios con espuma.
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