Esta es la historia de un amigo que, precozmente, a los 7 años decidió ir guardando todos sus recuerdos memorables en una alcancía.
Como
testigo de excepción, yo solo me limitaré a narrar algunos episodios de esa
aventura, sin atreverme a juzgar las consecuencias de tan peculiar empresa.
Era una
alcancía como cualquiera, de barro crudo y en forma de marrano, pero lo
suficientemente grande para acumular recuerdos hasta que su memoria comenzara a
fallar.
En ese
momento (según rezaba el documento redactado a tal efecto), el cochinito de
cerámica sería astillado en mil pedazos, pues al fin los cochinos, por más
bonitos que sean, siempre resultan destruidos por el hombre para su usufructo
mundano cuando el apuro aprieta.
Hay que
decir en este punto que nuestro amigo había ideado este plan no para si (pues
para que serviría desempolvar recuerdos si tu memoria ya no podría
recordarlos). Era más bien una forma de evitar que los recuerdos se perdieran
para siempre al fin del trayecto.
Ese, al
menos era el plan, y en realidad los primeros recuerdos de su infancia
comenzaron a alimentar la barriga del marrano de forma bastante periódica pero
ingenua: se trataban de anécdotas sutiles como cuando a los ocho años en una
feria de pueblo, se ganó en la ruleta un pollinito, es decir, un burrito recién
nacido, con un lazo carmesí. El desafortunado cuadrúpedo tuvo que ser
transportado en el carro familiar hasta las afueras del pueblo donde
localizaron una familia de burros que, supusieron, lo adoptaría para suerte del
pobre animal. Este sería la única vez en la vida que el azar verdadero le depararía
algo a la vida de mi amigo.
O como la
vez que Martin, una garza morena, apareció en su vida llanera y aun siendo
pequeño, tuvo que alimentarla todos los días con pecado fresco, lo cual
significaba ir a pescar pirañas diariamente en el caño que corría pausado
frente a su casa, mientras que la garza con sus elegantes zancadas se asomaba
en su corral en espera de los peces que aún aleteaban enseñando su intimidante
dentadura.
También
logró alimentar al cochinito con recuerdos impregnados de olores, como aquel
tufo penetrante de los murciélagos que habían hecho de una de las salas del
palacio abandonado su morada, infranqueada por mucho tiempo hasta que mi amigo,
en un alarde de valentía, abrió esa pesada puerta. Detrás descubrió los
documentos que evidenciaba la enorme riqueza de los antiguos moradores, ante el
espantoso aleteo sobre su cabeza de cientos de mamíferos alados, sorprendidos
por el atrevimiento.
Pero en esa
insólita aventura de llenar el cochinito, nuestro amigo se encontró con la
disyuntiva de introducir recuerdos que nunca supo si en verdad le pertenecían o
si más bien la memoria de otros los había dejado flotando en el aire para que
los hiciera suyos. Fue el caso, por ejemplo de la noche que le deparó el
encuentro con objetos que desafiaba las leyes de la física al volar por encima
de su tejado en un aquelarre de maniobras que no podían ser de este mundo.
No existe
el presente, se decía a menudo. Solo existe el pasado pues aún tu presente
inmediato es el recuerdo que tu cerebro procesa de un hecho ya cumplido. Por
esa razón, al introducir un nuevo recuerdo en la alcancia, nuestro amigo
sospechaba a menudo que los mismos, probablemente no existieron en la realidad,
si no que eran triquiñuelas de la conciencia añejada por los años.
¿Y no sería
posible, se preguntaba con justificado escalofrío, que ni siquiera tus más
caros recuerdos te pertenecieran, pues más bien fueran engendrados por otro
ser, que en otro plano y a modo de demiurgo, simplemente te soñaba, te soñaba a
ti, precisamente?
La verdad
es que todos estos escollos filosóficos, a medida que mi amigo crecía, se
atravesaron en la aventura pueril de llenar el cochino, por lo que en más de
una ocasión el proyecto estuvo a punto de naufragar. Pero al final, el
raciocinio materialista siempre se impondría para beneficio de nuestro maiale
di fango, quien no acumulaba todavía ninguna grieta en su sonora coraza.
A medida
que se hacía hombre, los recuerdos que caían en el marrano evolucionaban y
cobraban otra dimensión. Uno en particular se depositaba en el fondo de la alcancía.
Recreaba su primera experiencia con el mundo de la carne trémula, justo al fin
de su adolescencia. A pesar de sus enormes temores, se preparó para algo que
parecía inminente esa noche y ante la enorme vergüenza de pedir un condón en la
farmacia del vecindario, se dirigió a un tramo de la autopista donde los
buhoneros de esa época vendían con discreción los globos de látex. Cuando la
arpía de sus sueños que (probablemente) lo desfloraría, tocó la puerta de su
casa, él ya se había preparado calzando en su miembro el adminiculo protector.
Después de los prolegómenos de rigor, había llegado el momento de la verdad,
pero cuando la mano de su amada bajo la cremallera, ella soltó una enorme
risotada al ver un globo desinflado sobre un pedazo de carne mustia y triste
por la vergüenza. Años después mi amigo justificaría el embarazoso incidente:
"es que en esa época no había Internet!.."
Una de las
memorias más densas dentro del cochinito es la que comienza con la visita de mi
amigo al cónsul de la entonces, Unión Soviética, en la capital italiana. Esa
mañana, en aquella vieja casona de la Vía Nomentana, nuestro personaje intentó
presionar personalmente al ruso regordete sentado delante de un oscuro retrato
de Lenin, para que autorizara el ingreso solicitado hacía ya varios meses, al
país de los soviets, por vía terrestre. En efecto, mi amigo iniciaría en ese
verano de 1978 un insólito periplo por la Europa Oriental en un viejo Fiat 127
en una época sin Internet ni GPS, que comenzaría en Roma y después de atravesar
la Rusia europea, continuaría por los países escandinavos. No hay duda de que
las experiencias recolectadas en esa odisea impactarían la visión del mundo de
mi amigo y romperían una serie de paradigmas heredados de la infancia.
Mi amigo
decidió un buen día que el cochinito estaba ya bastante gordo y que si lo
seguía alimentando de recuerdos, los mismos podían comenzar a escapar por la
única rendija que horadaba el lomo del animal. Sin embargo los recuerdos
pesados eran más numerosos que los livianos y se acumulaban en el fondo de la
barriga del marrano, sin posibilidad de vencer la ley de gravedad.
Por
ejemplo, en el fondo estaban las anécdotas que habían cimbrado su existencia,
como la del jaguar aquel. Nunca imagino mi amigo toparse cara a cara con
semejante felino en medio de la selva. Siempre he creído que él, ingenuamente
no tuvo plena conciencia del lugar donde ocurrió el incidente, pues pocas horas
antes un helicóptero lo había traído desde la civilización a esa montaña
salvaje. Durante los pocos minutos del encuentro, se estableció entre el animal
y mi amigo una comunión que duraría años, pues el fantasma del felino
permaneció pululando su conciencia e hilvanado los posibles escenarios que
hubieran ocurrido si el animal en esa ocasión, no hubiera volteado su cara en
señal de desprecio.
Y es que la
idea de acumular recuerdos en una alcancía es, sin duda alguna, un acto de
economía emocional: mientras otros desperdician sus memorias en chácharas que
se las lleva el viento, mi amigo, superando las vicisitudes que he narrado,
seguía pacientemente introduciendo uno tras otro sus recuerdos por la ranura de
un cochinito generoso y regordete, como todos los cochinos.
El asunto
de cual sería el destino final del cochinito siempre ocupó un lugar
predominante en la curiosidad de nuestro amigo. Porque, suponiendo que, llegado
el momento en que cumplidos los requisitos contenidos en las instrucciones
escritas, el cochino volara en mil pedazos, nadie tenía la menor idea de cómo
se comportarían los recuerdos encerrados por tanto tiempo en esa Caja de
Pandora.
Había
consultado, inicialmente en algunas de las más generosas bibliotecas del mundo
y posteriormente, la sabiduría instantánea del Internet, buscando antecedentes,
pero nada!
No había un
solo rastro de algún mortal que hubiera acometido una empresa de las
características de la emprendida por nuestro amigo, por lo que era un total
misterio predecir el comportamiento de sus recuerdos en el momento de la
verdad.
Pero al
final, las cosas no sucedieron como había previsto.
Al final
del camino, nuestro amigo, ya a punto ya de convertirse de nuevo en polvo
estelar, conservaba intacta su memoria. De modo que decidió hacer una última
celebración de vida; convocó a sus allegados cercanos y les propuso romper el
cochinito para ver qué pasaba.
Esa tarde
de diciembre, acompañados de unas suculentas hallacas y bajo el cautivador
efecto de una sangría aderezada con trozos de piña, naranja y duraznos, nuestro
amigo propuso acabar con la incertidumbre.
Fue así como,
estando todos en círculo y con el cochino en el centro, todas las manos se
juntaron para elevarlo por los aires.
El
marranito se elevó sonriente, dio tres volteretas sin tocar el techo y
finalmente atestó su trasero contra el piso de granito, saltando en mil
pedazos.
Pero algo
inesperado ocurrió ante la mirada atónita de los presentes: nuestro cochino, a
pesar de su considerable peso antes de ser aventado, estaba completamente
vacío.
PD:
Casi
inmediatamente después de la muerte de mi amigo (que Dios lo tenga en la
gloria) comenzaron a suceder hechos extraños.
En
efecto, cada vez que, eventualmente el destino me llevaba a conversar de nuevo
con alguno de los personajes presentes aquella "tarde del cochino",
después de alguna que otra cerveza, sucedía que reiteradamente comenzaban a
narrarme como propias, anécdotas que yo inmediatamente identificaba como
remembranzas de mi difunto amigo y que alguna vez fueron parte del tesoro que
alimentó por años nuestro extraordinario cochino.
Muy buenoo
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