Cuarenta y ocho años de soledad
Recuerdo haber acompañado a Nora Lezama de Madrigal al consultorio de su médico de confianza, el Dr. Ruben Coronil, quien atendía en El Conde, muy cerca de la actual Plaza de Los Museos. Era en ese entonces una zona elegante y apacible. Mientras esperaba su turno, mi madre, quien era una buena lectora, devoraba con gusto un libro con una fea caratula de rectángulos azules y símbolos extraños. Era la primera edición de una novela de un escritor colombiano que estaba dando que hablar. En la entrada de la casa que servía de consultorio había un enorme árbol de caucho, cuyas raíces protuberantes conferian al lugar un aspecto misterioso que yo utilizaba para fabular historias mientras mi madre leia paciente esperando su turno. Nora fue siempre una persona incansable, trabajadora y con un ímpetu que contrastaba con su frágil humanidad. Yo la acompañé a ese lugar, año tras año, saludando siempre a mi sombrío y poderoso amigo vegetal, hasta que un día el Dr. Coronil le notificó que debía operarse de un quiste en el ovario. Fue la última vez que pisé ese lugar.
Nueve meses después Nora Lezama moría en mis brazos, un cinco de octubre a las cinco de la mañana.
Fueron nueve meses de mentiras fábuladas dónde ni ella ni nosotros, su familia, tuvo la valentía de afrontar la terrible verdad que consumia su cuerpo minuto a minuto.
Fue mi decisión : yo me opuse a que mi madre fuera rodeada esa mañana de candelabros fúnebres o de curas pavosos, y fuera trasladada a un lugar extraño al que la vio extinguirse poco a poco. Yo llené su cuarto de rosas y solo los familiares más allegados entraron a decirle adiós.
Me quedé con sus recuerdos bonitos, de admirable luchadora. Nunca me interesó comulgar con el dolor de visitar una fría lápida de bronce donde nunca estuvo presente, pues ella existió hasta que su último suspiro se extinguió en mi regazo esa madrugada de octubre de 1972.
Han sido cuarenta y ocho años de soledad.
Hermoso y triste relato
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