Me detengo a abastecer gasolina en una
estación regentada por indios Mikosukee, en los Everglades. En la tienda de
conveniencia, los retratos de los miembros del consejo de la reservación
dominan el dintel. Son seres de rostros cobrizos y vestuarios multicolores.
Pido una “empanada de pollo”(está escrito en español). Veo una máquina de café
expreso y le explico a la india como hacer el equivalente a nuestro
"marroncito". Al oír la explicación me dice: what you want is a
"cortadito", aludiendo a esa modalidad de café cubano. En el
televisor transmiten la imagen del primer encuentro entre Trump y Obama en la Casa
Blanca, después de las elecciones. Una niña rubia lo comenta con su madre. Un
obrero negro observa con una expresión de dolor, mientras policía con rasgos
hispánicos sale del baño y le da una palmada en el hombro. Toda la escena es la
expresión del interesante crisol que constituye la sociedad norteamericana de
hoy. Pero la imagen del televisor me produce vértigo. Vértigo e incertidumbre.
Circunstancias de la vida me ubican en Estados Unidos la semana del acontecimiento político más relevante de su historia electoral contemporánea. El día de elecciones recorro el centro rural de Florida. Me sorprende no encontrar un solo partidario de la Clinton en los alrededores de los "polls". Lo mismo sucede con los carteles de apoyo en las casas. El ambiente presagia algo inesperado para esa noche. No obstante me tranquilizo al recordar que todas las encuestas dan como inevitable el triunfo de Hillary. Me detengo en un templo metodista donde blancos anglosajones en su mayoría, hacen una pequeña fila para votar. En las afueras una señora obesa sostiene un cartel que dice "Hilary kills".
Esa noche, en un hotel de carretera, los primeros resultados me producen desasosiego. El mapa de los condados de la Florida se asemejan a los mapas de las elecciones chavistas: está teñido de rojo, el color republicano, con la excepción de pequeños "spots" en las áreas urbanas de Miami, Orlando y Ft. Lauderdale, donde gana la Clinton. El fenómeno se repite en todos los estados del centro este. Pero falta el oeste que es más liberal, pienso con un optimismo que no me logro insuflar. Los resultados de Nevada son igual de desalentadores. Decidí apagar el televisor en una reacción de cobardía. Total no vine aquí para sufrir, pienso mientras pongo el despertador a las cuatro de la mañana.
Al día siguiente atravieso Alabama. Me detengo en la noche en un hotel de Mobile. La recepcionista es una negra exuberante con un inglés marcadamente sueño. No se despega del televisor, donde ya Trump evidencia una actitud imperial. "What do you think?" le pregunto. "too sad..!", me responde, mientras una lágrima corre por su mejilla.
Fue cerca de aquí, en la ciudad de Tuscaloosa donde JF Kennedy se vio forzado a enviar en 1963 el ejército a los predios de la universidad de Alabama, cuando George Wallace, el gobernador racista, apoyado por el ku Klux klan desafió la orden presidencial de permitir el ingreso del primer estudiante negro a dicha casa de estudios. Alabama era el último estado en prohibir la educación segregada.
Circunstancias de la vida me ubican en Estados Unidos la semana del acontecimiento político más relevante de su historia electoral contemporánea. El día de elecciones recorro el centro rural de Florida. Me sorprende no encontrar un solo partidario de la Clinton en los alrededores de los "polls". Lo mismo sucede con los carteles de apoyo en las casas. El ambiente presagia algo inesperado para esa noche. No obstante me tranquilizo al recordar que todas las encuestas dan como inevitable el triunfo de Hillary. Me detengo en un templo metodista donde blancos anglosajones en su mayoría, hacen una pequeña fila para votar. En las afueras una señora obesa sostiene un cartel que dice "Hilary kills".
Esa noche, en un hotel de carretera, los primeros resultados me producen desasosiego. El mapa de los condados de la Florida se asemejan a los mapas de las elecciones chavistas: está teñido de rojo, el color republicano, con la excepción de pequeños "spots" en las áreas urbanas de Miami, Orlando y Ft. Lauderdale, donde gana la Clinton. El fenómeno se repite en todos los estados del centro este. Pero falta el oeste que es más liberal, pienso con un optimismo que no me logro insuflar. Los resultados de Nevada son igual de desalentadores. Decidí apagar el televisor en una reacción de cobardía. Total no vine aquí para sufrir, pienso mientras pongo el despertador a las cuatro de la mañana.
Al día siguiente atravieso Alabama. Me detengo en la noche en un hotel de Mobile. La recepcionista es una negra exuberante con un inglés marcadamente sueño. No se despega del televisor, donde ya Trump evidencia una actitud imperial. "What do you think?" le pregunto. "too sad..!", me responde, mientras una lágrima corre por su mejilla.
Fue cerca de aquí, en la ciudad de Tuscaloosa donde JF Kennedy se vio forzado a enviar en 1963 el ejército a los predios de la universidad de Alabama, cuando George Wallace, el gobernador racista, apoyado por el ku Klux klan desafió la orden presidencial de permitir el ingreso del primer estudiante negro a dicha casa de estudios. Alabama era el último estado en prohibir la educación segregada.
Me emociona estar en Alabama. Es el escenario
de la gran novela de Harper Lee, To Kill a Mockingbird, en la que Aticus Finch,
un abogado blanco de un pequeño pueblo, osa defender a un negro acusado de
violación por personajes blancos de frágil reputación. Aticus se enfrenta a una
población irracional cegada por el odio.
Es el odio el triunfador de las elecciones
norteamericanas?
Los resultados indican que Trump triunfa con
el apoyo de la población blanca, rural, de bajo nivel educativo. Es un estrato
social tremendamente conservador, que por lo general no votaba y esta vez
observó en Trump la reencarnación de todos sus ideales: la exaltación de la supremacía
blanca y el rechazo al inmigrante, la reencarnación de la América imperial. Ese
estrato poblacional, probablemente nunca perdonó que un presidente negro
ocupara la Casa Blanca.
Trump triunfa enarbolando las mismas banderas
del populismo chavista que explica tu malestar y tus desgracias con culpables
ajenos: en el caso venezolano, los gringos, los oligarcas, el neoliberalismo.
En el caso norteamericano, los mexicanos, los musulmanes, la globalización. Son
argumentos fáciles de vender en mentes poco sofisticadas.
Al final de todo, pienso, el problema no es
lo que Trump pueda influir en mi vida. Es la enorme desilusión que produce que
un pueblo como el norteamericano, al que siempre he admirado por ser sociedad
abierta a valores como la tolerancia, la inclusión, la libertad, se alinee de
repente con valores más típicos de la Alemania Nazi. Es a todas luces
paradójico que el país crisol de los más grandes aportes al progreso de la
humanidad, con más premios Nobel que cualquier otro país de la Tierra, estuviera
encubriendo un estrato social retrógrado y cargado de resentimientos.
Definitivamente, la historia contemporánea parece
ser un fenómeno circular dónde utopías sociales fracasadas son reinventadas por
líderes populistas quienes aseguran poseer la varita mágica para hacer sus
sociedades “great again”.
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