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Un cuento toscano



En esa época no se reservaban hoteles por internet, pues no había internet. Por eso, cuando Armando se bajó del tren que esa madrugada lo había trasladado desde la Stazione Termini de Roma, vio al salir una larga fila de turistas de todas las edades que frente a una taquilla del Ufficio Turistico de la ciudad de Firenze, pretendían una habitación de hotel. Un nudo de saliva le hizo tragar grueso.

Evidentemente había sido una temeridad aventurarse a pasar ese fin de semana largo sin reservación en una de las ciudades más turísticas de Europa. Resignado a su suerte, Armando se colocó paciente detrás de una pareja italiana que vociferaba su mala fortuna. No obstante la emoción de encontrarse en la cuna del renacimiento y el avistamiento a lo lejos del legendario domo de la Catedrale di Santa Maria del Fiore lo llevó a pensar que Florencia bien valía una cola.

Un segundo después llegó ella. Era una chica rubia y delgada. Armando se intimidó cuando sus profundos ojos azules lo miraron con la resignación de quien se sabe al final de la fila. Armando, sin embargo intentó una sonrisa que a la recién llegada debió parecerle una mueca. Resultan inevitables en esos casos los interrogantes que inmediatamente lo asaltaron: ¿de dónde será, que idioma hablará, vendrá sola?

A Armando le pareció que la chica le devolvió su frustrada sonrisa. En ese momento pensó que su rostro era hermosamente etéreo. Y se sintió afortunado pues en sus frecuentes viajes en tren, siempre topaba con la mala suerte de una vecina obesa o un campesino bigotón y escandaloso.

La chica portaba una mochila roja un tanto raída que le otorgaba un aire decididamente bohemio. Su desordenada cabellera dorada acentuaba su informalidad y desenfreno.

Armando, sin atreverse al abordaje, concluyó que la chica no era italiana. Tenía más bien rasgos teutones. De ser así, pensó, tenía chances para la aproximación. Armando hablaba algo de alemán, además de inglés e italiano, lo cual podía ser de gran ayuda en el momento en que la recién llegada doncella se enfrentara al hostil mundo de los cuasi monolingües italianos.

“Finito! Non ci sono piu albergui nella citta!” gritó de pronto la señora de la taquilla turística, cuando los separaba una sola pareja del destino. La oferta hotelera había sido agotada por la invasión turística de ese puente festivo. “Allora, come facciamo?” increpa Armando a la doña, con cara de pánico. Calándose de nuevo sus lentes de leer, la italiana revisa una nueva lista y le responde: “pero quedan dos habitaciones en un hotel en Pistoia”. ¿Pistoia? ¿Que diantres es Pistoia? Le pregunta.

La chica rubia lo mira con la expresión de quien sin entender, adivina que no hay buenas noticias. Envalentonado por las circunstancias, Armando le explica en inglés, que la única posibilidad de tener un lecho ese fin de semana, es en un hotel de segunda en un pequeño pueblo a una media hora en tren.

Diez minutos después, la chica rubia tiene nombre. Se llama Jutta y es austríaca. Viste una camisa manga larga de cuadros azules bajo de la cual se adivinan unos senos bien definidos. Jutta Geishauser es estudiante de arte y está interesada en la cerámica renacentista, especialmente la obra de Luca della Robia. A Armando le parece seductor su acento gutural germánico cuando pronuncia “della Robia”. Inmediatamente, repasa sus escasos conocimientos de educación artística renacentista, que había aprendido con interés durante el segundo año de bachillerato, en el liceo Lazo Martí de Barinas. Para su suerte, la obra de Luca della Robia no le era desconocida.

A pesar de la muchedumbre, Firenze los recibe con ese aire primaveral que en La Toscana cobra aromas a lavanda. Deciden realizar juntos una primera exploración de la ciudad de los Medici y de Miguel Angel. Jutta se deja acompañar por Armando. Nunca había conocido a alguien de Venezuela, por lo que le parece un personaje naif, digno de explorar. Deciden no ir a Pistoia sino al final del dia. Jutta tiene un cuaderno donde, con su mano zurda, va recogiendo impresiones. Nombres como Donatello, Paolo Ucello, Boticelli, Fra Angelico y Brunelleschi se confunden con anotaciones en alemán que Armando no alcanza a entender. Pero cada vez más entiende que le interesa Jutta. Le parece tan exótica como sensual y se siente afortunado de sus circunstancias.

Los aromas de la cocina florentina invaden el ambiente hacia mediodía y deciden ocupar una mesa al aire libre cerca del Ponte Vechio. Armando pide un mezzo litro de Chianti Rosso que Jutta bebe con entusiasmo, mientras le cuenta a Armando de Salzburgo, su ciudad. Salzburgo es la ciudad de Mozart; es también la ciudad donde el capitán Von Trapp huye de los nazis con sus cuatro hijos, junto a Maria, interpretada por Julie Andrews en la famosa cinta The Sound of Music. Armando la imagina en su inmaculada ciudad enclavada en Los Alpes regando los geranios de su ventana. Armando intenta pagar la cuenta, pero Jutta le dice que los amigos comparten gastos, mientras esboza una cautivadora sonrisa.

Hacia las siete de la tarde la luz del ocaso alumbra los cipreses de la campiña toscana que pasan raudos por la ventanilla del tren que va a Pistoia. El vagón parece vacío. Sólo se oye la voz de Armando y Jutta que charlan alegremente sobre las contextos de ese curioso día. El hotel es en realidad una austera casona de tres pisos. En la recepción una vieja matrona los escruta mientras les pide los datos. Sus habitaciones, en el tercer piso, son contiguas. Deciden tomar una cena ligera después del baño.

Armando la espera en el pequeño lobby y se sorprende de su transformación. La chica contestaria de la cabellera desordenada y jeanes acampanados ha quedado atrás para revelar una atractiva joven con un bello escote y pantalones ceñidos a su delgada figura. Un leve maquillaje resalta el azul intenso de sus seductores ojos. En la calle, unos parroquianos devoran en una mesa al aire libre un apetitoso ossobuco, mientras el mesero rellena sus vasos.

Jutta y Armando ordenan una botella de Carmigiano para festejar el arte y celebrar la vida. Una bandeja de Pecorino y un bowl de cerezas flotando en agua, completa el condumio. Armando ha aprendido que después de dos copas de vino, Jutta conmuta el inglés por el alemán, lo cual dificulta la comunicación. Armando le pide que pronuncie una vez más “della Robia”, pues le seduce su peculiar acento germánico al emitir la erre. Jutta ríe cuando Armando le cuenta que en Venezuela los quesos son blancos. weißer Käse?, weißer Käse?. Su risa melodiosa impregna la noche.

Armando toma una cereza y la lleva a la boca de Jutta. Ella la muerde con picardía y Armando intenta tocar sus labios. “Los amigos no se tocan la boca” cree entender Armando de un alemán aderezado con los eflujos del vino, mientras el mesero comienza a recoger la mesa.

Son los últimos en abandonar la calle. Arriba, Armando ayuda a Jutta a abrir su habitación. Lo separan unos cinco metros de la suya.

Armando debe regresar a Roma en dos días. El lunes en la mañana debe estar en la fábrica de radares Selenia, ubicada al sur de la ciudad, para un entrenamiento. Le emociona su episodio con su seductora amiga. En su mente, el rostro de Jutta se confunde con las imágenes del Puente Vechio y sus vendedores ambulantes, con la botella de Chianti mientras pronuncia “della Robia”, con la cereza en sus labios mientras lo regaña por su osadía. A Armando le es difícil conciliar el sueño.

 Al día siguiente, Jutta saluda en alemán a unos conocidos en la estación del tren que los trae de regreso de Pistoia. Son compañeros de viaje, pero a Armando le intimida sus miradas. Pareciera como si le molestara el escrutinio inquisidora de los amigos de Jutta al verse en su compañía. Es sábado y deciden dedicarlo a visitar entre otras cosas, el David de Miguel Angel. Sus descomunales proporciones los estremecen. Al observar su pétrea desnudez, Armando no deja de pensar en su amiga y la imagina posando para él con la mirada absorta, tal como la de David quien dirije su rostro en dirección a Roma.

Más tarde, desde el Piazzale Michelangelo, ambos observan la ciudad, mientras una brisa fría despeina la cabellera de Jutta. Armando la fotografía con su cámara Zenit.

Firenze, la Ciudad del Hombre, como la llamó Miguel Otero Silva, es un emocionante tesoro en cada esquina. Pero Armando cree que debe completar el descubrimiento de su más preciado tesoro. No obstante, el tiempo está en su contra. Mañana debe regresar a Roma y siente que sus tácticas no lo han acercado demasiado al cofre de las monedas de oro.

Es su última noche. Ambos deciden celebrar su despedida con una botella de Chianti Classico, que Armando ha comprado en una botigglieria de Firenze antes de tomar su tren a Pistoia. En la pequeña terraza del hotel, ya no hablan del renacimiento. Armando le pregunta si tiene novio. Jutta le confiesa que si, aunque con titubeos. A esas alturas de la botella de vino, Jutta ha permutado de nuevo al alemán. “Que es lo que más te gusta de él?” le pregunta Armando.”¿De quién?. De tu novio, boba..!” Piensa por unos instantes, para responder: “El sexo, me imagino..”

Jutta decide retirarse a su habitación antes de finalizar la botella de Chianti. Se despide de Armando con un beso en la mejilla. Es probablemente una despedida para siempre, pues Armando viajará muy temprano.

Armando no logra concertar el sueño. Con su botella de vino a medio terminar, se arma de valor y toca suavemente la puerta de la habitación de Jutta. No hay respuesta. Armando retrocede a su cuarto pero en ese momento oye como el cerrojo es abierto con lentitud. La puerta de Jutta se abre despacio con un leve chirrido.

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