La vida está marcada por hitos y en este momento Augusto se
está enfrentando al hito más significativo de su corta existencia: abandona su
amado colegio, deja sus amigos, abandona su patria y su hogar para desafiar el
mundo de los adultos en un nuevo ambiente de retos demandantes.
No hay forma de desvincular este hecho con mi propia
existencia, a lo que yo experimenté en circunstancias similares, a lo que yo
hubiera anhelado saber en esos momentos, a las herramientas que,
retrospectivamente, hubiera deseado tener para enfrentar los enigmas de lo
desconocido, de la incertidumbre de un universo por explorar.
En esos momentos, en circunstancias similares, a mí me
hubiera gustado que un hada madrina me hubiera abordado y me hubiera inculcado
cosas que ahora sé, pero que he absorbido pagando en muchos casos, costos
importantes, tiempos invaluables, afectos magullados.
A mí me hubiera gustado, por
ejemplo que alguien me hubiera hablado de la importancia de conocerme a mí
mismo, identificar claramente mis fortalezas, mis debilidades y con ese
diagnóstico trazar metas claras que me ayuden a acertar en las decisiones vitales,
a autogerenciar con eficiencia.
A mí me hubiera gustado saber en
ese entonces que los verdaderos aprendizajes, los que marcan tus triunfos, son
los que se obtienen después de un fracaso, o de una situación intensa que te
obliga a desarrollar toda tu potencialidad. Que los mejores logros son los
obtenidos bajo una alta dosis de motivación y esfuerzo.
A mí me hubiera gustado entender
la importancia que tiene el cumplimiento de promesas, por más complicado que
esto pueda resultar en ciertos momentos. De lo negativo que resulta el hábito
de procrastinar.
A mí me hubiera gustado saber de
lo nefasto que resultan los juicios y las etiquetas que a menudo colgamos a priori
y ligeramente de los cuellos de nuestros semejantes sin explorar las verdaderas
causas de las acciones ajenas.
A mí me hubiera gustado concebir
a la felicidad como un conjunto de instantes que se obtienen apreciando los
detalles positivos del día a día e ignorando los nubarrones. Que el mejor
mecanismo para valorar la felicidad es la consulta constante con la conciencia
interior, ese extraño inquilino que siempre está presente.
A mí me hubiera gustado entender a
esa edad lo vital que es tener una correcta y amplia visión del mundo,
despojada de fanatismos, de creencia sobrenaturales, de elementos irracionales,
de lentes que polarizan y restringen la vastedad del conocimiento universal.
A mí me hubiera gustado que
alguien me hubiera enseñado en ese entonces el valor de la empatía, de la
tolerancia, de la sonrisa como elementos fundamentales en el tratamiento de
cualquier semejante, por humilde y diferente que pueda parecer.
A mí me hubiera encantado que
alguien me hubiera hablado del poder que se genera escuchando atentamente a los
demás, atendiendo sus problemas, aún por encima de mis vicisitudes, al abordarlos
con temas de su interés, por encima de mis prioridades.
Y finalmente, a mí me hubiera
gustado entender que el más valiente es el que se enfrenta a sus propios
miedos, el que se atreve a decir “te quiero”, cuando por cobardía, a veces, esa
frase se atora en la garganta.
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