Había una vez un país de borrachos al norte de América de
Sur que pensó que era rico. De hecho disfrutó durante varias décadas de ingresos
similares a los de los países desarrollados de ésa época. Pero su efímera
riqueza no se sustentaba en el esfuerzo de sus habitantes, sino que salía de
las entrañas de la tierra. Además esa riqueza no fluyó equitativamente para
todos, pues a pesar de que se abrieron oportunidades para los más sobrios, grandes
estratos de población se quedaron atrapados en el tremedal de la pobreza.
Sus dirigentes en ese entonces no supieron o no quisieron
invertir en preparar a la nación para autosustentar la borrachera y preferían
disfrutar de la orgía del dinero fácil, que cuando fluía, permitía grandes bacanales,
pero cuando mermaba por razones estacionales, dejaba a los borrachines desnudos
y con una resaca temporal, hasta que llegara una nueva ola de bonanza.
En una de esas resacas, los borrachos se disgustaron pues la
bebida no alcanzaba para todos. Sólo los mas vivos lograban tener acceso al güisqui,
mientras que el grueso de la población tuvo que conformarse con la abstinencia.
Hasta que llegó un Justiciero Encantador quien logró
convencer a la mayoría de los borrachos que la buena bebida no alcanzaba para
todos porque los más vivos se la habían robado y propuso erguirse en el Robin
Hood que, mediante una convincente utopía, repartiría la bebida para todos por
igual. Solo que no les explicó que la
bebida había que seguir produciéndola.
Y comenzó expropiando algunas fábricas para que los
borrachos las administraran. Muchos sobrios que producían se asustaron y
huyeron del país. Al principio los borrachos estaban felices: había bebidas
para todos y aunque las borracheras no les permitían producir eficientemente
las bebidas que los sobrios habían fabricado, esa época coincidió con una ola
de bonanza del mene que salía de la tierra. El reparto funcionó y una vez más, a
pesar de la baja producción la fiesta prosiguió, con güisqui que venía de
afuera en grandes cantidades pues había como comprarlo.
Pero sucedió lo inevitable, hubo una nueva sequía y la
bonanza se extinguió. El Justiciero Encantador ya había muerto y su sucesor, un
borracho torpe, sin el encanto de su mentor, se quedó paralizado del miedo
cuando la bebida se acabó y se dio cuenta de que además no tenía más dinero en
el bolsillo para comprar en la bodega del frente. Muchos sobrios fueron a la
cárcel por advertir la debacle.
Iracundo ordenó a los borrachines de las fábricas
expropiadas a producir toda la bebida necesaria para mantener el bonche, pero
estos, en su borrachera, habían dañado las destilerías. Entonces dictaminó que los
sobrios que todavía quedaban debían producir al máximo, mientras que enormes
filas de chispos se agolpaban rabiosos a las puertas de las licorerías
demandando su dosis diaria.
Se desató la desesperación. El otrora rico país entró en una
espiral de incontrolable inestabilidad por la incomprensible resaca. El
Borracho Torpe y su séquito no tenían la menor noción de cómo superar el
desastre. Además no tuvieron el coraje de admitir el fracaso y el enorme costo de
la utopía impuesta por el Justiciero Encantador y siguieron conduciendo a los
borrachos hacia el precipicio.
El vacío desató la hecatombe. Se vivieron las horas mas
menguadas de la historia de lo que alguna vez fuera un país feliz. El colapso
provocó la caída del utópico régimen fundado por el Justiciero Encantador.
Un enorme balde de agua helada cayó sobre las cabezas de los
borrachos, quienes por primera vez en la historia contemporánea de su país comenzaron
a recobrar la sobriedad y el raciocinio. El país inició una etapa de discusión
y reflexión sobre las artimañas de los traficantes de caña que por tanto tiempo
los habían adormecido.
El país de los borrachos comenzó a desaparecer en un proceso
inevitable para dar a luz una nueva sociedad. Nuevas generaciones de sobrios
surgidas de ese largo parto doloroso, iniciaron la reconstrucción con el firme
propósito de construir una memoria de largo plazo sustentada por los errores
del pasado.
En el nuevo escudo de la nación resalta una frase aleccionadora como mensaje omnipresente para las futuras generaciones: "Las utopias salen caras"
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