A decir verdad no tenía planeado visitar esta vez Paris.
Pero como Augusto no había estado nunca en la llamada Ciudad Luz, decidí destinar dos días de nuestra pequeña gira por
los Países Bajos y Francia para sumergirnos de nuevo en el adictivo mundo de la
más adictiva de las ciudades del mundo.
Eso sí, le advertí: no vas a conocer Paris pues Paris no se
conoce en dos días, ni en un mes, ni siquiera en un año. Paris, más que una
ciudad es un proceso vital que se asemeja al conocimiento: entiendes a Paris a
medida que envejeces y decantas las experiencias que has tenido al patear sus húmedas
calles de otoño, al frecuentar la parsimonia de sus cafés; al observar los
ancianos que juegan al Jeu de boules
en sus plazas, al hojear los libros amarillentos de los anticuarios a la orilla
del Sena. Comienzas a conocer Paris cuando aceptas con emoción al clochard que amanece en un banco abrazado
a una botella de vino, o a los enamorados que se besan sin inhibiciones en el
Pont des Arts.
Para ser sincero,
me tomé un tiempito planificando esta visita de dos días. Quería jugar con las
emociones de alguien que tenía expectativas que no podían ser defraudadas. Ese
día dejamos temprano Chantilly, donde habíamos dormido y tomamos la autopista
que conecta la ciudad con el aeropuerto Charles de Gaulle. El ingreso a esa
hora fue traumático; no parecía haber mucha diferencia con el tráfico de la
Autopista Francisco Fajardo de Caracas a esa hora. Para remate, encendimos la
radio y lo primero que sintonizamos fue el reguetón ese que dice: “lo que pasó, pasóoo, entre tú y yooo!”.
–¿ Es en serio, Papi, estamos entrando a Paris?, - preguntó Augusto con cara de
malas pulgas.
Dejamos la voiture en un garaje en la Port de
Vincennes, que había reservado por internet y nos sumergimos en las entrañas del
universo subterráneo de la Ile de France.
En 20 minutos el RER nos había llevado al otro extremo de la ciudad. Les pedí a
los muchachos no abrir los ojos hasta que lo ordenara. Probablemente esperaban
ver la Torre Eiffel o el Arco del Triunfo. Pero en su lugar se encontraron
delante a otro enorme e inesperado arco de aspecto futurista ubicado en una espacio
que emociona por sus impresionantes proporciones y la prolijidad de obras de
arte moderno, entre la que se destacan la bella fuente de Cruz Diez y la enorme
escultura de Miró. La perfecta alineación que hay entre el Arco de la Defense,
el Arco de Triunfo y el obelisco de la Concorde habla del amor con el que sus dirigentes
han querido preservar la armonía inicial de los trazos urbanos planificados hace
casi 150 años por el Barón Haussmann, el polémico responsable de que en la
actualidad, ésta sea la ciudad más visitada del orbe
.
La emoción de una
primera impresión no convencional se podía apreciar en los ojos de Augusto y
Sofía que ya para ese momento habían olvidado el desubicado reguetón.
A partir de ese
momento, realizamos el recorrido turístico de rigor: Troccadero y la Torre, Champs
Elisees, las Tullerias, los puentes, el Louvre, Les Halles y Notre Dame.
Entramos a La Cité
por su flanco este, a través del Pont de Saint Louis. Me opuse rotundamente a
tomar fotos de una Notre Dame estrangulada por turistas, asiáticos en su
mayoría. En su lugar, después de mostrarles la estatua de Carlomagno, apuramos
el paso y anuncié a los muchachos que nos refugiaríamos en la tranquilidad de
lo que para mi es una de las plazas más bellas de Paris, la Place Dauphine. Diez
minutos mas tarde había ordenado un vino blanco teñido con Kir en un café
adyacente a un modesto terraplén de forma triangular frecuentado por niños que
jugaban alegremente entre los ladridos de sus mascotas. -¿Dónde está la plaza
que decías? Pregunta Augusto. -Es ésta- le contesté. –Debes estar loco, protestó.
¡Hemos visto decenas de plazas más espectaculares que esto!
Es lógico, pensé un
tanto ofendido, que un turista recién deslumbrado por cientos de fastuosos
monumentos de la época napoleónica, más las espectaculares expresiones de
arquitectura contemporánea como La Defense, Boubourg, la pirámide de Ping o el
nuevo Forum Les Halles, no encuentre ninguna gracia en la minimalista Place
Duphine.
Pero ello también
revela que el espíritu de Paris no ha calado en la mente de los chamos, lo cual
es lógico, pues los espíritus se incuban con el tiempo y los recuerdos. Y con
el tiempo, esos espíritus te convencen de que la belleza de un lugar, más que
en la rimbombancia, está en la armonía del conjunto, incluyendo las risas de
los niños, los ladridos de los perros o la placidez del parroquiano de la mesa
de al lado que lee “Le Monde”.
Mientras apuraba mi
Kir (los chamos se aburrían en la Place Dauphine) me daba cuenta que aún en esta
visita relámpago, la verdadera esencia de Paris resultaba irresistible y
embriagante. En la vía a nuestro alojamiento en el Barrio Latino, una
espectacular puesta del sol sobre el Sena resaltaba el aire festivo de grupos
de jóvenes que a las orillas del rio, compartían una botella o tocaban algún
instrumento. “Si tienes las suerte de haber vivido de
joven en París, entonces durante el resto de tu vida ella estará contigo,
porque París es una fiesta."
Dijo alguna vez Ernest Heminway.
Esa noche cenamos
en “Chez René”, un típico y sencillo bistró, adyacente a la pretenciosa “Tour
d’Argent” y famoso por comensales asiduos como Francoise Miterrand y su hija
secreta Mazarine. La verdad es que, más allá de la honestidad del Confit de
Canard y el Boef Burgignone, disfrutamos de la personalidad del mesonero a
cargo de nuestra mesa.
Hay que ser
sinceros: los parisinos son, en general, crueles con los gringos. Creo que
ambas culturas no terminan de tolerarse. Los gringos son simpáticos, abiertos.
Los franceses más comedidos y formales. Ellos siempre esperan un “bonjour” o
“bonsoir” como rito introductorio y se molestan visiblemente si esta formalidad
no se cumple. Al observar a los comensales de “Chez Rene” esa noche, casi todos
franceses, me doy cuenta de las diferencias. Si en vez de estar allí,
hubiéramos llegado a un “Cheescake Factory” de cualquier ciudad norteamericana,
por ejemplo, un joven mesonero se hubiera presentado con un preparado discurso
como: “Hi guys, nice sweter! ..my name is
Sean and I will be serving you this evening, please feel free to contact me,
etc……”
En cambio, nuestro
mesonero se esmera en un servicio correcto, atento y profesional. No hay nada
artificial en su sonrisa. Al final, nos recomienda un “mousse au chocolate” que
devoramos entre los tres en un instante. Mostrándole el plato vacío le digo:
“Esto no estaba nada bueno, no sé si podría cambiarlo por cualquier otra cosa”.
Sin decir nada se voltea, para regresar cinco segundos después y decirnos: “C’est ça que tout le monde nous dit!..”
El Jardín de
Luxemburgo nos recibe a la mañana siguiente con el esplendor de la primavera.
No lo recordaba tan exuberante. Definitivamente las flores de los jardines
europeos tienen la personalidad y la elegancia de las monarquías pasadas. Sólo
que ahora se han democratizado para regocijo de todos los citadinos que en esa
época empiezan a desentumirse después del oscuro invierno y aprovechan cada
rayo de sol que se cuela entre los árboles todavía desnudos que protegen la
hermosa Fuente de Medici.
Desayunamos sendas “tartines”
en una de las sucursales de Eric Kayser, la famosa boulangerie. Debo confesar que no cambio este desayuno por ningún
otro cuando tengo la suerte de estar en Paris. La Tartine es el nombre que le
dan los franceses a un simple pedazo de baguette que normalmente acompañan con
una ración de mantequilla y confitura de frutas. Es que definitivamente, hay
algo especial en el pan francés que no es posible encontrar en ningún similar más
allá de las fronteras galas.
Veinticuatro horas más
tarde recorríamos una carretera secundaria que conecta Fontainebleu con la
región de Champagne a través de suaves colinas sembradas de viñedos que en esa
época se preparan para despertar. En la radio, la noticia del día es el encuentro
histórico entre Raúl Castro y Obama en la Cumbre de Panamá, que todos saludan
con entusiasmo.
A la entrada de una de las poblaciones, un
desubicado chofer polaco desciende de su enorme camión y nos pregunta en inglés
por la vía hacia Reims. Me doy cuenta que por querer evitar la autopista y
probablemente algún peaje, se halla en un callejón sin salida, pues su armatoste
no pasará por las estrechas calles de las aldeas de esa zona. En una de ellas
nos detenemos a comprar una baguette
en la primera panadería. Un rato más tarde disfrutamos de uno de los máximos
placeres que la vida nos puede dar: una merienda en la campiña francesa con pan,
queso camembert y mantequilla, acompañado de extraordinario vinito de Bourdeux,
y de algunas vacas negras con manchas blancas que rozagantes, pastan a lo lejos.
Atrás han quedado
las excentricidades de las joyerías de la Place Vendome, la elegancia de los
macarrons de la Durreé, el bullicio de los restaurantes callejeros de la rue de
la Huchette , el Confit de Canard con pedigrí de la Tour d’Argent y los bateaux-mouches que tiñen de luces la
noche del Sena.
Al saborear mi tartine,
esa mañana a la vera del tranquilo sendero me retraigo a la apreciada Place
Duphine y al reclamo de mis muchachos al conocerla. ¿Será que mis sesenta me han
vuelto alérgico al bullicio y la algarabía?
Después de todo,
concluyo, Paris es una esplendorosa fiesta que todos debiéramos descubrir alguna vez, para brindar y exclamar,
como lo hizo Dom Perignon el monje, al revelar por azar la burbujeante champaña:
“Venez mes
frères, je bois des étoiles”
(Vengan hermanos, estoy bebiendo estrellas…!)
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