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La Invasión



Al norte de la ciudad de Luxemburgo existe una región montañosa y relativamente despoblada que forma parte de Les Ardennes, un bosque que comparte con Francia y Bélgica. Es un paisaje bucólico salpicado de pequeñas y pulcras poblaciones. Nada hace pensar que en esos parajes, en mayo de 1940 los “panzers” de Hitler invadieron para apoderarse en cuestión de días de los Paises Bajos y el norte de Francia mediante la operación Bliezkrieg o “guerra relámpago”. Por allí pasamos recientemente, en una gira por noroeste de Europa continental, aprovechando las vacaciones de lapso de Augusto y Sofía y haciendo honor a una aplazada promesa.

Nos detenemos a llenar gasolina en Diekirch, un poblado rural rodeado de verdes colinas. En el autoservicio un dispensador de guantes desechables te invita a proteger tus manos antes de agarrar el pico del surtidor. También hay toallitas de papel para que te limpies después de haber llenado el tanque. Es que en éste, el país con el mayor ingreso per cápita de Europa, todo parece ahora salir de un aséptico y aburrido cuento de hadas del siglo XXI.
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Cuatro años después de la invasión alemana, en 1944, una contraofensiva aliada liderada por el general Eisenhower hace que estos paisajes vuelven a ser protagonistas de la conflagración. La liberación de esta parte de Europa deja más de cinco mil bajas norteamericanas que, junto al polémico general Patton, reposan en un sobrecogedor cementerio en las afueras de la ciudad de Luxemburgo, al cual arribamos en la tarde.

Para ser sinceros, llegamos al Cementerio Americano huyendo de una nueva invasión: la de los turistas chinos que ahora atiborraban las calles de casi cualquier ciudad europea. Y no es que tengamos algún prejuicio hacia la admirable raza que está dominando el planeta, pero si uno ha hecho el esfuerzo de llegar hasta la capital del Gran Ducado, uno anhela ver a los luxemburgueses hablando “luxembugoise” e interactuando con su opulenta ciudad. Pero en cambio lo que ve es miles de chinos, todos igualitos, hablando en su intrincada jerigonza e invadiendo palacios, parques y monumentos, lo que hace que ahora exista poca diferencia entre el paisaje humano de una Atenas, por ejemplo y la adictiva Paris.

Porque los chinos, son ahora trasladados en enormes autobuses a invadir los centros turísticos de la mayor parte de Europa. La Plaza de La Concordia en Paris, por ejemplo, se asemeja ahora más a la Plaza Venezuela cuando hay una concentración chavistas y miles de empleados públicos son llevados en autobuses de PDVSA y otros organismos. Los hermosos jardines de las Tullerias han perdido por completo su “savoir faire” francés. Ya no es posible ver a parisinos auténticos tomando el sol primaveral o paseando sus mascotas. Ahora el paisaje humano es chino. Turistas chinos por todos lados tratando de encuadrar entre sus dedos índice y pulgar la pirámide de cristal del Louvre para la trillada foto que ahora es un “selfie”, lograda mediante un apéndice que atrapa en su extremidad al teléfono celular. Pero es que además entre los chinos se ha puesto de moda el casarse y tomarse fotos en traje nupcial teniendo como telón de fondo algún palacio francés. Es así como ni aún en Chantilly o Fontainebleau pudimos liberarnos de las cursis escenas de novios chinos posando con su artificial sonrisita delante de bucólicas estatuas del rococó francés ante un paciente fotógrafo, también chino. Aunque en esta operación puedes apreciar claramente las diferencias de clases sociales: los chinos ricos se traen a su fotógrafo profesional con todas su sombrillitas, focos de iluminación y demás maracundales, mientras que a los menos pudientes los reconoces por el uso del trípode y disparadores de retardo que les permiten convertirse en sus propios cronistas.

Dónde si no hay dudas es del enorme poder adquisitivo de las clases altas: a las puertas de tiendas como Chanel o Louis Vuiton, de Campos Eliseos o de tiendas por departamento como Printemps, puedes ver también las largas colas de chinos cuan bachaqueros del Abasto Bicentenario cuando llega la leche en polvo. (*).

La solemnidad y quietud del Cementerio Americano nos remonta a la otra invasión, sangrienta, inexplicable, inimaginable. Y nos permite reflexionar cómo el mundo occidental ha cambiado, para bien, de una forma acelerada.

Decía Napoleón: “dejad que China duerma porque cuando despierte el mundo temblará”. Aunque estas palabras no dejan de ser premonitorias, por los momentos, lo único que vemos temblar en Europa son las cajas registradoras de hoteles, restaurantes y tiendas de alta moda. Qué bueno! (piensa uno después de todo) que las nuevas invasiones sean de colectivos ávidos de conocimientos y de placer y no de codicia. Que los invasores vengan a compartir sus riquezas y no a saquearlas. Que los tesoros mundiales sean ahora compartidos en las redes sociales a través de dispositivos “made in China” y no sustraídos para el disfrute de los invasores.

Hace setenta y cinco años una raza que se autoproclamaba  superior, invadía, destruía y saqueaba estas regiones. Hoy, una invasión silenciosa del gigante dormido, de una raza menospreciada por mucho tiempo, se apodera pacíficamente de occidente con su explosivo poder adquisitivo y sus ansias de libertad.

 ¿Será siempre así?



(*) Espero honestamente que este último símil sea completamente incomprensible para un lector del futuro mediato.

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