Cuando un buen dia de
aquel 1948, Edwin Madrigal aterrizó en el aeropuerto Grano de Oro de Maracaibo,
proveniente de Costa Rica, traía en su mano una pequeña maleta de madera que
tenía en su interior una colección de tubos arrugados de pintura de óleo,
varios pinceles y espátulas y una hermosa paleta de pintor cubierta de amorfas
manchas multicolores que el tiempo y el trabajo laborioso había plasmado en su
superficie, como evocando cada uno de los episodios de miserias y alegrías que
acababa de cerrar en su tierra natal. Hasta hace poco los restos de ese desvencijado
maletín deambulaban por casa negándose a cerrar historias.
De Maracaibo,
emprendió a los días, el viaje a una Caracas que todavía estaba conmocionada
por dos acontecimientos que mi padre tardó en asimilar: el derrocamiento de su
admirado Rómulo Gallegos y la enorme algarabía por el triunfo mundial de
Venezuela en un lejano deporte del que sólo había oído hablar de boca de los
gringos, pero el cual poco después asimiló con pasión, como todas las nuevas
costumbres de su nueva patria.
En su viaje terrestre
en un destartalado autobús, pernoctó la primera noche en Valera, dónde al
parecer un coterráneo le dio una referencia que le valió su primer trabajo en
la capital. Su empleo de dibujante en la Publicidad Miralejos, ubicada en La
Candelaria lo llenaría de orgullo, no por lo que en ella devengara, sino
porque, como se lo comentó a la abuela Margarita en su única visita a Venezuela
en el año 1951, su sede estaba en el edificio mas alto de Caracas en esa época,
el edificio Venezuela que ostentaba diez pisos de altura.
Poco duraría sus días
de improvisado publicista en esta nueva tierra. Mi padre no sólo albergaba en
su interior los recuerdos del hambre y la miseria de su reciente juventud, sino
el germen de una embarazosa enfermedad que recientemente había acabado con la
vida de su díscolo hermano Francisco, el desadaptado de una prolija familia de
siete hermanos. Ese germen era, probablemente parte de su equipaje junto a la
maletita de pintor.
Fue así como el
destino lo confinó a los predios del recién inaugurado Hospital Antituberculoso
de El Algodonal, dónde mi futura madre lo visitaría para mitigar su soledad. Se
habían conocido en su ciudad natal y el destino los había cruzado de nuevo en
esta tierra dónde el mene abría caminos para los extranjeros con una extraña
pero avasallante velocidad.
No todo había sido
hambre y miseria en su pasado tico. Mi abuelo Alejandro fue propietario de una
próspera fábrica de refrescos y siropes hasta que la debacle mundial de 1929
acabara con su vida. De esos días de gloria, mi padre evocaba el día en que
Alejandro Madrigal apareció con aquellas esencias multicolores recién llegadas
de Leipzig, que tornaban el agua corriente en increíbles refrescos azucarados,
como cuando el gitano Melquiades por primera vez llevó el hielo a Macondo,
impresionando para siempre la memoria de Aureliano Buendia. O como el
cinematógrafo dorado que una navidad llegó a la casa para maravilla de los
siete hermanos nacidos de la unión con Margarita Lizano en la pequeña ciudad de
Heredia.
A mi padre le tocó la
tarea de vigilar la última paila de sirope que la fábrica pudo producir ante la
quiebra inminente que provocó el infarto fulminante del abuelo Alejandro.
Edwin, el niño, inconsciente de la situación, se dejó subyugar por sus
compañeros de juego y abandonó
momentáneamente la custodia de la enorme olla que bullía. Cuando
regresó, la sustancia azucarada se había derramado. Era el último saco de
azúcar. Fue el fin de la fábrica de refrescos Bolívar. La última esperanza de
la familia se derramó sobre sus hombros dejando en su conciencia la brutal
bofetada de un destino que comenzaba a mostrarles el lado feo de la vida. Mi
padre nunca más soportó la presencia en su piel de ninguna sustancia azucarada.
La cercanía de un niño comiendo una golosina o lamiendo una chupeta lo
desesperaba hasta el horror. Era el horroroso rostro de la miseria que lo acusó
hasta su muerte de la debacle familiar.
Acosada por las
deudas, la familia se veía obligada a mudarse constantemente, pero el hambre,
los terremotos y los catres infectados de pulgas los acompañaban a dónde iban.
Una noche, un vecino piadoso consciente de la desesperante situación de una
viuda abandonada a la inclemente responsabilidad de alimentar siete juveniles
bocas, le deslizó debajo de la puerta un billete de diez colones. La abuela
Margarita, emocionada por lo que sus ojos veían, empezó a encender la lumbre de
la cocina mientras pensaba en los ingredientes que mandaría a comprar para la
sopa que amortiguaría el hambre de sus críos. Pero en su nerviosismo, el
billete fue a parar al fuego recién encendido. El frío característico de
Heredia se hizo esa noche más punzante para los estómagos de los Madrigal
Lizano (1).
Hacia 1956, la vida
pone a mi padre y su reciente familia, en Apure dónde mi tío Mario, un abogado
recién llegado de Brasil, dirigía una institución educativa dependiente del
Consejo Venezolano del Niño. A pesar de las penurias de su juventud, Edwin
Madrigal se ha de recibir de docente en la Escuela Normal de Heredia y sería el
“Profesor Madrigal” hasta los últimos días de su vida. Más tarde sería director
del internado de varones “Raúl Cuenca” de Maracaibo, en pleno régimen
perezjimenista. La lucha contra la dictadura lo apasiona y en más de una
ocasión participa activamente en la actividad de calle. Recuerdo claramente la
bulliciosa madrugada cuando, jubiloso, me hace presenciar por la ventana del
baño de nuestro apartamento de Caracas, el vuelo rasante de “La Vaca Sagrada” que
trasladaba al dictador a Santo Domingo.
En 1961, siendo
Director del Albergue de Varones No.1 del CVN, estrenamos un flamante Dodge
Valiant con un épico viaje por Venezuela que comenzaría en la isla de
Margarita. A una hora y media de haber salido de Caracas, mi padre señaló una
población que se escondía entre flores de caña brava: “es el pueblo de Guatire,
dónde nació Rómulo”. Rómulo Betancourt influenció sin duda alguna el
pensamiento de Edwin Madrigal, cuando tuvieron la oportunidad de interactuar en
su natal Heredia, dónde el futuro presidente era un refugiado político, con
claras ideas comunistas. Allí tendría una hija, Virginia, de la unión con la
herediana Carmen Valverde, futura primera dama de su nueva patria. Cuenta mi
padre que Virginia tuvo como cuna una caja de manzanas, tal era la estrechez
del exilio.
Las paradojas del
destino hicieron que ya siendo Rómulo presidente de un país en ebullición por
el alzamiento de la guerrilla comunista en contra de un jefe de estado que
había cambiado radicalmente su pensamiento político, mi padre seguía fiel a la
utopía bolchevique de justicia e igualdad social. Y en una noche de Diciembre
la DIGEPOL, policía política, tocó la puerta de mi casa preguntando por mi
madre. Se la llevaron inmediatamente. Mi padre siguió sigilosamente a la
comitiva. Desde una ventana del edificio donde la recluyeron, en plena avenida
Fuerzas Armadas, mi madre deslizó un papelito: “comunícate con Carmen
Valverde..!” Al día siguiente, mi padre visitó “Los Núñez”, entonces residencia
presidencial y por primera y última desde su llegada a Venezuela, vez tuvo
contacto con la familia Betancourt Valverde.
Mi padre destruyó un
retrato que estaba haciendo de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta de la
historia. Yo fui trasladado a case de los Chávez Molina, hasta la reaparición
de mi madre, una semana después
.
A pesar de este
accidente, el Albergue de Varones representó un hito importantísimo en la vida
de Edwin y Nora Madrigal, por el prestigio que la institución acumuló durante
su dirección. Un joven diputado, Rafael Caldera, en visita a la institución le
preguntó a mi padre sobre el último instituto que había dirigido. –El internado
rural Fray Buenaventura Banaocaz en Biruaca, estado Apure, respondió mi padre.
“Biruaca – San Fernando”, recordó Caldera. “Los único siete kilómetros
asfaltados del estado Apure…!”. En más de una ocasión ese trayecto era cubierto
por los inclementes desbordamientos del rio Apure y los traslados hacia el
internado de Biruaca, se hacían en canoas. Allí, publicaría mi padre “Juan
Cachama” una modesta pero significativa publicación sobre la vida de sus
muchachos, muchos de los cuales lo visitarían en su ancianidad con nobles
gestos de agradecimiento.
Apure volvería a ser
su destino. El embrujo del llano infinito impresionaría para siempre un
espíritu acostumbrado a la estrechez de las sombras.
El llano es una línea
donde duerme el silencio,
y el silencio del llano
es de angustia infinita.
Ni el vuelo tricolor
de un par de guacamayas,
ni la herida sangrante
que deja el corocoro,
ni la estela de tiza
que traza la chusmita,
impiden que las sombras
traspasen la conciencia.
En San Fernando de
Apure, la Papelería Giraluna fue en sus inicios, uno de los mejores
establecimientos de esa polvorienta y calurosa población llanera. La familia
pensó no sin razón, que un negocio de esa índole era perfecto para las
indudables pasiones artísticas de Edwin y a su fundación destinaron todos los
ahorros. No obstante, mi padre nunca fue un comerciante. Su espíritu absolutamente
idealista lo llevaba por caminos muy poco orientados al lucro. Era realmente
Nora Madrigal, mi madre, la que con su noción pragmática de la vida convirtió a
la “Giraluna” en un proyecto de vida. Mientras vivió.
En el primer diciembre
de la “Giraluna”, mientras mi madre calculaba costos, recibía mercancía y
lidiaba con proveedores, mi padre se dedicaba a la construcción de un enorme
San Nicolás de papier mache que estaría
sentado en el techo del negocio y sus
botas llegarían a la puerta de entrada. Una pareja de “vegueritos”, a todas
luces provenientes del interior del estado, contemplarían embelesados el enorme
esperpento rojo mientas comentaban: “vieja, ya no jayan más que inventá..!”
Fue con posterioridad
a la muerte de mi madre, en 1972, cuando mi padre inicia una tardía carrera
literaria. A Nora, la trabajadora incansable la venció la fatiga transmutada en
un cáncer que acabó con su existencia en menos de un año. Inmediatamente
después comenzó la lenta debacle económica que mi padre, como el avestruz,
obviaba refugiándose en una intensa actividad cultural que le valió el reconocimiento
genuino de su comunidad. Era como si el cultivo de las letras le permitiera
compensar los baches que la conciencia hurgaba en su interior por su
incapacidad para los incomprensibles menesteres de la vida material.
Pero Edwin no sólo fue
un buen jardinero de las letras y la pintura. Era un extraordinario labrador de
la amistad, y los frutos se daban vigorosos por doquier con enorme facilidad.
Una vez, durante un viaje a Paris, dejo sólo a mi padre en el Palacio de
Versailles, con la promesa de recogerlo unas seis horas después en un punto
acordado del enorme jardín. A mi retorno lo encuentro charlando amenamente (mi
padre hablaría a lo sumo unas diez palabras de francés) con un jardinero del
Petit Trianon, sobre el cuidado del Castaño. Tal fue la empatía entre los dos
viejos, que al encontrarlo de nuevo en el tren de regreso a Paris, el buen
hombre se empeñó en que mi padre debía acompañarlo hasta su casa a degustar un
aguardiente de pera y así conocer a su familia, gesto éste totalmente atípico
en un francés intoxicado con la diaria presencia de extranjeros de todo el
orbe.
Hacia el año 1973,
Edwin estrena una nueva casa, con nuevos integrantes. Su nueva familia apureña,
de modesta estirpe y corazón generoso, lo acompañará hasta sus últimos días. Pero
la “Giraluna”, único sustento familiar, sigue en picada hasta transformarse en
un destartalado recuerdo de lo que alguna vez fue. Edwin es el renombrado
columnista del periódico La Idea y publica su primer libro, “El Reloj de
Jeremías”, cuya portada me pide diseñar. Hacia el año 84 el fantasma de la angina
de pecho que se había llevado al abuelo Alejandro unos cincuenta años atrás, lo
acecha y se cree perdido. Lo sacamos en un avión privado hacia Caracas, tal era
su frágil estado. Allí lo esperaría el Dr. Alexis Bello, quien practicaría en
su malograda humanidad una de las primeras operaciones de By Pass coronario que
se realizarían en el país. La ciencia le regaló entonces un boleto con treinta
años más de fructífera vida. Probablemente porque mi padre creía en la ciencia
y el hombre de la misma manera que otros abrazan las creencias sobrenaturales como
nutrientes del alma.
Es el siglo en que vivo
y es el siglo que afronto,
es el siglo que empujo
Y es el siglo que arrastro
porque es malo y es bueno
es más bueno que malo
porque puso en el cosmos
el primer ser humano
y abrió a las galaxias
el camino del hombre;
porque al lado del sabio
que urde en la sombra
hay mil sabios egregios
cultivando la paz.
Carlos Andrés Pérez
era presidente por segunda vez. A mi padre se le ocurrió en ese tiempo
organizar un homenaje en Apure a su paisano y premio Nobel de la Paz, el
expresidente Oscar Arias. Es así como en una calurosa tarde, Don Oscar compartió
con la familia unas tortillas costarricenses en el patio de la modesta casa de
Edwin Madrigal, ubicada en San Fernando 2000. Afuera en el pueblo en medio de
un desfile cívico, lo esperaba un Carlos Andrés que acusaba los moretones causados
por un desconocido teniente coronel que se había levantado en armas contra su
gobierno. Carlos Andrés aterrizó con su helicóptero en pleno Paseo Libertador
de San Fernando para llevar de regreso a Caracas a su amigo Oscar Arias. A Carlos Andrés lo
acompañaba como edecán el coronel Romell Fuenmayor, mi amigo personal, con
quien me reuniría una semana después en un restaurante de Caracas a escuchar de
primera mano los detalles de la rebelión que le tocó enfrentar en palacio el 4
de Febrero de 1992 y que intentó acabar con la vida del presidente, inaugurando
de esta manera un nuevo y trascendental capítulo de nuestra historia.
No me resultó extraño
que Edwin Madrigal se dejara subyugar por los eflujos justicieros del nuevo
líder. Total, el idealismo marxista formaba parte de sus convicciones de
juventud y muchas veces los sarampiones juveniles resultan incurables, a pesar
de los fracasos prácticos de las utopías políticas que recién se habían
derrumbado. El proyecto bolivariano le insufló nuevos bríos e increíblemente se
transformó en una especie de fluido vital que le permitió, hasta pasados los 91
años, superar muchos de los achaques propios de la ancianidad.
La ceremonia de
despedida de Edwin Madrigal, en enero de 2009 fue una emocionante muestra de la
amistad cultivada en una comunidad de gente sencilla y franca que lo rodeó de
cariño hasta el último de sus días. No hubo candelabros fúnebres, ni rezos, ni urnas. Fue una tarde pletórica de poemas, de música, de expresiones hermosas,
de lágrimas sinceras. Ya cayendo la tarde, sus cenizas fueron esparcidas en ese
gran río que formó parte de su cotidianidad. Cientos de pétalos de rosas se
posaron en las aguas, como mariposas desmayadas. Muy probablemente, algunas de
sus cenizas llegarían al Atlántico y por qué no, a las costas de su natal Costa
Rica la cual palpitó en su corazón hasta su último suspiro.
Lo recuerdo ahora: las hojas caían
como mariposas desmayadas.
tuve miedo de pisar la alfombra
de alas rotas,
de sacudir el polvo dorado del estío.
tuve miedo de tus pasos,
de los caminos irreversibles
que llevan a la muerte
hoy he visto caer las hojas
como mariposas desmayadas.
abre tu mano,
amiga,
Y recoge el temblor de la tarde.
Nadie llegará
hasta el hilo horizontal
de la amargura.
(1)
La verdad es que yo nunca he
estado seguro de que este episodio realmente haya sucedido, pero el mismo forma
parte en forma reiterada de los cuentos y relatos de Edwin Madrigal, por lo que
el carácter autobiográfico parece evidente.
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