El cerro
Guaiquinima es una isla entre la espesa selva venezolana. Ningún asentamiento
humano consolidado está presente a menos de cien kilómetros a su alrededor. Yo
lo había visualizado en los mapas de papel y su ubicación y altura eran
perfectas para mis propósitos: debía encontrar un emplazamiento para la
instalación de una estación de telecomunicaciones aeronáutica que solventara
los problemas de cobertura que imposibilitaban un enlace confiable entre las
aeronaves que surcaban los cielos del suroeste venezolano y el centro de
control del espacio aéreo de Maiquetía.
Guaiquinima
lucía impoluto en las cartas. Parecía difícil hollar su eterna soledad, pero
logré descubrir que los ingenieros de EDELCA, Electricidad del Caroní, ya
habían estado en su cima tratando de instalar una estación meteorológica. Fue
así como un buen dia de febrero me encontraba feliz, volando sobre la
impresionante maraña vegetal que separa el campamento Canaima del cerro que
sólo había imaginado a partir de esos dibujos convencionales que llamamos mapas.
El “Alouette” de EDELCA se posó en un claro,
alborotando con sus poderosas aspas el bosque circundante. Yo me bajé conmovido
en la solitaria compañía de mi tienda de campaña, mi morral con provisiones y
un “Edo Aire”, un instrumento de comunicaciones con el cual contactaría las
aeronaves internacionales que sólo hacia medianoche atraviesan los cielos de
Guayana en su ruta hacia Brasil. Ví alejarse el helicóptero mientras pensaba en
mi misión: debía comprobar que mis cálculos de cobertura eran cónsonos con el
alcance de los contactos que haría con los pilotos brasileños.
La noche trascurrió tranquila dentro de mi
carpa, yo diría que divertida, pues ningún capitán de aeronave esperaba la
irrupción en su frecuencia, de un intruso como yo a esas horas y en ese lugar.
“Muito obrigado pela sua colaboraçâo, capitan!” me despedía, alardeando de un
portugués que no poseía.
Los primeros rayos del sol hicieron mas intenso
el amarillo de mi carpa. Afuera, por primera vez el bosque hizo notar su
majestuosidad y yo decidí ir a su encuentro.
Los primeros árboles me sorprendieron con
algunas orquídeas blancas y diminutas que parasitaban las ramas superiores. Me
acordé de Hannie, mi casera, amiga y coleccionista de orquídeas y decidí sacar
mi pequeño cuchillo para adentrarme en la espesura en búsqueda de algunos
ejemplares mas accesibles.
No sé por cuanto tiempo el embrujo de la selva
me atrajo a sus entrañas. De pronto me di cuenta que era fácil extraviarme y
traté de ubicar el sendero hacia mi campamento. Fue entonces cuando lo percibí.
El debió haber avistado mi presencia con bastante antelación. De otra manera no
es explicable su cercanía. Percibir es el término correcto, pues debo confesar
que no lo vi hasta que me di cuenta que mi visión periférica me había
traicionado y lo que había interpretado en un principio como una vaca desubicada,
de pronto era un majestuoso ser amarillo con anillos negros; y estaba ubicado
prácticamente a mi lado.
Los rayos del sol que se colaban entre los
árboles impactaban su hermoso pelaje y reflejaban tonos dorados y anaranjados
que acentuaban su majestad. Era un bello ejemplar, sobrecogedor por su
contextura y su felina mirada que se clavaba inquisidora en mi, aunque en un
principio, yo me negaba a aceptarla. En ese momento se estableció entre los dos
una comunicación que, como en los cuentos de Borges, nunca se borraría pues
sólo basta imaginarlo para traerlo nuevamente a la vida, a ese momento
extraordinario en que lo vi o no lo vi, ya eso no importa, pues solo sé que nos
conocimos.
Mi destino estaba en sus garras y como que no
importaba lo que decidiera hacer. Total, la adrenalina había actuado
correctamente y mis piernas estaban completamente paralizadas.
Solo me atormentaba el infortunio de mi familia
tratando de localizar mis restos en la intrincada jungla. Estaba seguro que él
llevaría mi cadáver a su cueva para devorarme despacio. No había duda que la
búsqueda de mi paradero sería una tarea agotadora e interminable.
Probablemente estaba influenciado por la
reciente búsqueda de los restos de Dagonel, un piloto civil extraviado por
meses. Resulta que por mi vinculación aeronáutica, formaba parte del Centro de
Búsqueda y Rescate Aereo, liderado por mi amigo Julio Lescarbura.
Dagonel se había perdido con su avioneta, en
las montañas del Bachiller en Anzoategui, famosas por la presencia guerrillera
en la década de los 60 y 70. Infructuosos resultaron nuestros interminables
vuelos en helicóptero fotografiando la selva con película infrarroja para
detectar su presencia. Su familia desesperada confiaba en nosotros, pero llego
un momento en el cual debimos defraudarla. La búsqueda se había detenido por
falta de fondos.
Fue solo cuando llegó el verano y la maleza se
despojó de sus hojas, cuando otro piloto creyó ver los restos de una pequeña
aeronave y lo notificó a las autoridades. Nosotros acudimos inmediatamente al
sitio descrito dónde ya se encontraba la madre de Dagonel. Era una gruesa
señora que en contra de nuestros ruegos, continuo por el sendero abierto recién por campesinos y que conducía a la destrozada avioneta.
Yo la seguí de cerca y le ayudé a abrir la compuerta de la destartalada Cessna
206. Adentro, un rostro de piel acartonada adherida a los huesos, descansaba
sobre el timón de mando. La mirada de la señora Dagonel era tranquila. No había
lágrimas en sus ojos. Su hijo estaba allí y eso bastaba.
Mi caso era distinto: no había avioneta que
detectar. Mi paradero quedaría en el misterio para el desespero de mis
familiares cercanos.
Pero de pronto, su mirada penetrante se apartó
de mis ojos. Probablemente el bullicio del helicóptero aterrizando a lo lejos,
le pareció mas interesante que mi presencia. Debo confesar que su actitud me
decepcionó y hasta me sentí insignificante. Pero en ese momento mis piernas
reaccionaron.
El resto de la historia resulta pueril:
recuerdo la alfombra de hojas secas mientras corría y gritaba en procura de
orientación por parte de los tripulantes del helicóptero; recuerdo las ramas
infinitas que laceraban mis brazos en la huída, recuerdo mis múltiples caídas
que desgarraron mi camisa. Pero para ser sincero sólo recuerdo haber tenido
plena conciencia de mi aventura cuando al llegar a Maiquetía dos policías
aeronáuticos reparan con curiosidad en mi existencia: allí me doy cuenta del
estado de mi indumentaria y de mis brazos de Nazareno.
El recuerdo de su desprecio me persigue desde
siempre. No sé, quizás a eso le debo la vida. Pero desde entonces anhelo con fuerzas
reproducir ese imborrable momento. Estoy seguro que, a pesar de su
indiferencia, él y yo quedamos conectados para siempre.
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