Gavilanes en mi ventana

 Frente a mi ventana hay un árbol que, por esta época, da frutos amaderados en forma de pera. Es la Caoba, que en los últimos tiempos se ha convertido en la parada vespertina de grupos de guacamayas que deambulan bulliciosas por el cielo caraqueño en busca de frutos y semillas. Están tan acostumbrada a la convivencia humana que es fácil atraerlas hasta tu mano con solo enseñarles un banano.

Pero esta mañana la algarabía no era la de la típica juerga juguetona y ronca de las guacamayas, sino de unos pitidos intensos y prolongados, como lamentos, que reconocí al instante gracias a mis vivencias infantiles en tierras llaneras.

"Son gavilanes", le dije inmediatamente a la Poly, aún sin haberlos visto. En efecto, al asomarnos dos gavilanes polleros jóvenes revoloteaban ruidosamente sobre otro bulto que sobresalía entre las ramas del Caobo. El frenesí de las aves era atípico; al sobrevolar el bulto se abalanzaban contra él como si lo atacaran mientras la intensidad de sus silbatos aumentaba. 

Al detallar el bulto que producía el paroxismo, me di cuenta que era otro gavilán pero mucho más grande y viejo, que por su inmovilidad, parecía estar atravesando los últimos instantes de su existencia. 

¿Que perseguían, entonces los gavilanes jóvenes con su agresiva actitud? Inmediatamente me di cuenta de que habían olfateado el olor de una muerte cercana y éstos carroñeros veían en su desdichado congénere una fuente iminente de proteína. Era sin duda una escena de un cruel canibalismo en ciernes.

Bueno, pensé, es la cadena trófica haciendo de las suyas. Es la implacable naturaleza imponiendo sus eficientes leyes en las que todo se aprovecha, incluyendo, por qué no, la carne de tus progenitores. 

Recientemente leía un artículo donde, antropologos europeos demostraban que en la última edad de hielo, hace unos 18.000 años, nuestros ancestros consumían con naturalidad los cerebros de amigos y enemigos fallecidos. Era una práctica ecológica y eficiente en donde nada se desperdiciaba.

Sin embargo, a medida que el Homo Sapiens se convertía en la especie dominante y que su cerebro evolucionaba empezamos a desarrollar una serie de misteriosas sensaciones e instintos, como los de la compasión por algunos de los seres vivos con quien convivimos, incluyendo los individuos de nuestra especie. 

No obstante, esa compasión es, sin duda, bastante selectiva. 

Seguimos torturando y matando sin remordimiento, a vacas, pollos, cerdos, peces y hasta nuestros perritos (en algunas culturas orientales), pues son fuentes seguras de proteínas, aún cuando hemos desarrollado, con éxito, múltiples alternativas. 

Al comernos un jugoso bistec, muy poco reflexionamos sobre el enorme sufrimiento infringido al ser del que formó parte el pedazo de músculo que estamos introduciendo, gozosos en nuestras bocas.

Por esta razón, pienso yo, no tenemos ninguna autoridad moral para juzgar a los alegres gavilanes de la ventana en su aquelarre caníbal de esta mañana. 

Probablemente hoy (pero solo por hoy) comeré en el almuerzo unas verduras hervidas acompañadas con un arroz blanco y caraotas.

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