Reflexiones sobre el placer de viajar.
Tendría yo unos 6 años cuando mi padre adquirió uno de los primeros autos automáticos que llegó a Venezuela; era un Valiant 1960 cuyo trasero terminaba en dos aleticas que le confierían una ridícula imagen de nave espacial vintage. Para estrenar el carrito, nos enfilamos a descubrir Venezuela y el primer trayecto (vaya usted a saber por qué) fue hacia los médanos de Coro. A la altura de lo que es hoy es la bella carretera franqueada de palmeras que conduce a Tucacas (en esa época no se "había descubierto" el Parque Nacional Morrocoy), el flamante Valiant falló estrepitosamente y tuvimos que pasar la noche en una choza de paja maloliente a la orilla del camino. Esa primera aventura turística terminó en un regreso en grúa a Caracas para reparar la caja automática del malogrado carrito.
Pero para ser justos, fueron muchos los trayectos por Venezuela que el Valiant, a la postre nos ofreció, y yo creo que allí nació mi pasión por explorar Venezuela y posteriormente, el resto del planeta, de acuerdo a las posibilidades que la vida me ha ofrecido.
El acto de viajar es, sin duda, una pasión totalmente personal que se identifica con tus intereses y tu visión del mundo.
Yo, por ejemplo, he aprendido a odiar los grandes hoteles impersonales en los sitios turísticos "cliché", los "tours" guiados, los sitios abarrotados de gente, el fast food, los "todo incluido" y, en general, el turismo fácil, es decir, aquel donde todo está arreglado, donde hablen español y donde no tenga que hacer ningún esfuerzo por asimilar una nueva cultura.
Detesto en consecuencia, Las Vegas, los parques Disney, los hoteles todo incluido de Punta Cana o Aruba, los cruceros por el Caribe, subir a la Tour Eiffel; me aburrió el Hawaii de O'ahu atestado de turistas japoneses. Odio hacer cola para entrar al Coliseo o morir de calor en una isla griega abrrotada, pero también odio playa Parguito en Semana Santa.
Confieso que he sido inmensamente feliz en Canaima y la Gran Sabana, mis lugares favoritos en todo el planeta y a los que sigo yendo cada vez que pueda.
Pero también he experimentado la euforia al recorrer las callecitas adoquinadas del Quartier Latin en Paris, bajo una lluvia de otoño y detenerme a oír a un músico callejero interpretando la Chacona de Bach.
Confieso que he muerto de placer en Budapest al contemplar el Danubio en un ocaso anaranjado desde el Castillo de Buda; o al sentarme a degustar pausadamente una buena birra en la Piazza Navona de Roma.
He llorado de emoción al recorrer el norte de Finlandia en verano y sus interminables lagos.
He gozado un imperio visitando los grandes almacenes de Tokio para degustar ofertas de algas y otras indescriptibles rarezas.
He navegado con emoción por el Nilo, mientras los mercaderes egipcios te lanzan desde sus chalupas, toda clase de mercancias. He experimentado con asombro el beber un sake teñido con la sangre de una culebra recién sacrificada ante mis ojos en un bar de Taiwan o desayunar tofu con caraotas negras azucaradas en un mercado de Shenzen.
He disfrutado el haber comido, hostigado por el hambre, una lonja de pan negro con un trozo de tocino blanco en una carretera perdida de la antigua Unión Sovietica.
Puedo hacer tranquilamente una cola para comerme un Pastel de Nata en Belem, Portugal, pero también añoro detenerme en la mañana en cualquier carretera de la Venezuela rural donde una sencilla señora ofrezca unas cachapas cocinadas a leña o una carne en vara con yuca frita al pie de un Araguaney en flor.
Siempre me ha parecido gracioso esos listados de las redes sociales con "los mejores destinos del 2025", por ejemplo. El mejor destino es el que se adapte a tus gustos. A mi por ejemplo, no me interesa conocer destinos como Dubai o Qatar. No me interesa el lujo de los nuevos ricos o las culturas indefinidas o recicladas como la que puedes encontrar en Ciudad de Panamá, con el perdón de los panameños.
El mejor destino, para mi es aquel en el cual puedas aprender algo nuevo de alguien diferente a ti, que, preferiblemente no hable tu idioma, que tenga ideas distintas a la tuya.
Una de las mayores experiencias culturales de mi vida es haber pasado una semana en un shabono yanomami, en las cercanías de las fuentes del Orinoco. Confieso que en ese momento tuve miedo y me sentí desorientado, pero a la postre, le he dado gracias a la vida por haberlo hecho.
Nunca he entendido a la gente que viaja para meterse en un casino en un hotel lleno de humo y alcohol.
Ni a los que toman un tour guiado de ocho días por diez ciudades europeas, de las cuales no se acuerdan después ni de sus nombres.
Para mi el placer de viajar consiste en tomarse tranquilamente un kir royal en la Place Dauphine de Paris mientras observas a los niños jugar. Es acampar a la orilla de una aislada cascada en el Amazonas de los piaroa. Es disfrutar del atardecer con un ron en las rocas en la Ciénaga de Ocumare. Es disfrutar de un osobucco con un buen Chianti en una trattoria sencilla de alguna callecita de Firenze. Es disfrutar de los tonos pasteles del río Neva congelado en San Petersburgo en invierno.
Y finamente, viajar también es atesorar todos esos recuerdos, que es lo único que he de empacar cuando deba hacer mi último equipaje.
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