La experiencia Apple



Debo confesar, en primer lugar, que siempre he mirado un poco los productos de Apple como gallina que mira sal. Probablemente se debe, paradójicamente a mi formación de ingeniero. Los gadgets inventados por la empresa de Steven Jobs siempre me han parecido artículos diseñados para señoritas como las Khardashians o Paris Hilton. Son cajitas muy “fancy” hechas para mentes sin mucha competencia para la exploración o la aventura. Son adminículos cerrados, creados para funcionar perfectamente y con asombrosa sencillez, pero tan cuadrados que no permiten ser deformados ni a martillazos. En otras palabras, son cajitas bellas que se asemejan más a prendas que a utensilios electrónicos y por lo tanto tienen que tener costos proporcionales a esa imagen, para nada “kitsch”, de artículos creados para vecinos de Beverly Hill o de Hong Kong Central. O como para sifrinos, pues, como decimos en Caracas.

Pero siempre sucede lo inevitable. Sofía es una señorita de dieciséis años que recibe el bombardeo de este nuevo mundo de “millenians” para los cuales la tecnología, además de servir como herramienta de confort, también debe ser parte de la imagen. A pesar de mis largas explicaciones sobre las ventajas tecnológicas de un equipo Android, imperó la subyugante estrategia de Apple de cautivar a sus víctimas con pócimas embriagadoras (para desgracia de mi exiguo bolsillo).

No obstante, como todo en la vida, su iPhone se eschoretó con el tiempo. Fue así como el que escribe terminó caminando por la cada vez más glamorosa zona de Lincoln Road en Miami en búsqueda de la nueva Apple Store en procura de una solución para el accidentado cacharro.

Hacía mucho tiempo que no recorría Lincoln Road. Es, sin duda alguna, un sitio ideal para observar el “capitalismo decadente” cuyo fin inminente ya había sido pronosticado por los bolcheviques de la era Khruchev.

Lo primero que me llamó la atención en una esquina, después de pagar veinte dólares por aparcar mi carro, fue una muy francesa sucursal de Ladurée, la pastelería parisina famosa por sus “macarons” de distintos colores y esencias que hubiera desatado el berrinche consumista de una de sus más fieles fanáticas: la mismísima dueña del desventurado iPhone.

Pero más llamativa aún que la decadente oferta de las tiendas “high end” resulta, sin duda alguna, la fauna humana que exhibe, cada quien a su estilo, sus mejores galas en esa especie de Champs Elysees tropical donde el olor a “weed” impregna el ambiente. Mujeres de todas las edades con las más disparatadas y costosas pintas conviven con hombres fitness, a menudo con el torso desnudo. Turistas europeos con rostros insolados y sudorosos, desbocadas parejitas gay, caminan llenas de bolsas de artículos de marca o simplemente toman algún mojito o cerveza,  en alguno de los establecimientos de la isla central, adornada ahora con fuentes refrescantes.

La tienda Apple apareció de repente a mi izquierda. No podía pasar desapercibida por sus enormes dimensiones. Pero definitivamente, es al franquear su puerta donde comienza la verdadera “wao experience”, evidentemente diseñada para construir fanáticos.

Lo primero que hay que decir es que en cualquier Apple Store la oferta parece estar muy por debajo de la demanda, por lo que siempre estarás en cola. Me quede reflexionando si esta no sería una estrategia más de mercadeo para despertar la codicia por la manzana mordida. Ello explicaría las enormes colas que se forman, con días de antelación, ante el lanzamiento de un nuevo gadget. El hecho es que a tu ingreso eres atajado por un ejército de muchachos sonrientes ataviados con chemisses color rojo rojito que filtran tu entrada tratando de identificar tus necesidades. Yo había decidido intercambiar el aparato dañado por uno nuevo, parte del costo del cual sería precisamente el bicho estropeado que fue escaneado por el joven con una maquinita.  “Le daremos una cita..” (se me jodió el viaje a Tampa de esta tarde, pensé). Pero estaba de suerte, en menos de noventa minutos un mensaje de texto sería enviado a mi celular para alertarme que sería atendido en una sección de la extensa y minimalista sabana de mesas con puffs que constituye la impresionante tienda.

 Al lado había un bar cubano donde se me ocurrió la peregrina idea matar el tiempo con una cerveza local (Bud) por la que terminé pagando doce dólares, asi la “experiencia Apple” sin haber comenzado, ya me había salido en treinta y dos dólares, si tomamos en cuenta el estacionamiento. Después leí, por cierto, que la gente de Apple se ufanaba que sus tiendas eran más lucrativas por metro cuadrado que cualquier otro “luxory retail” (ya verán porque).

A la hora señalada por el mensaje ya estaba de regreso y mágicamente uno de los jóvenes, sin terciar pregunta alguna me invitó a sentarme en uno de los puff.. “Alejandro?” me pregunta inmediatamente otro muchacho con una cajita blanca en su mano (¿Cómo sabía que era yo?). Como por arte de magia el nuevo teléfono estaba allí, ya configurado con el iPhone ID de Sofi. “Son ciento sesenta dólares”. Miro a mí alrededor buscando algo así como la caja para pagar, pero el mismo sujeto toma mi tarjeta y la inserta en otro diminuto dispositivo que emite la factura.

Asombrado por la rapidez y la eficiencia del proceso (todo ello no tomó más de tres minutos) hago un chiste que el dependiente devuelve con una sonrisa franca y un espontáneo apretón de manos.

Salí evidente conmovido por la experiencia. Era la sensación de haber estado en el futuro. Era la ruptura con el concepto convencional de una tienda donde la inteligencia en los procesos y la amabilidad estaban insertados en la cultura corporativa como parte de su ADN.

A pesar que sigo opinando lo mismo de sus productos, comencé a entender la idea del mordisco en la manzanita.


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